UN ADIÓS PINTADO DE SANGRE
Jamás había visto un rojo tan intenso. Álvaro pisó con cuidado al entrar y fingiendo una sonrisa recogió la mancha. Era la habitación de la última mujer que había amado. Atrás habían quedado esos días donde una simple conversación en la cocina los hizo tan felices. Ella se retorcía en la cama gritando, diciendo que su fin había llegado. Me voy a morir, decía ella, y Álvaro le respondía que le faltaba mucho por vivir. Cada vez que Amelia le pedía un abrazo, él sentía un dolor intenso. Sin embargo, lo hacía. En su interior Álvaro se decía: esta no era la forma en que debíamos despedirnos.
Fue un amor que se vivió en sueños. Tenían planes para toda una vida: el matrimonio sin iglesia, la unión de sus bibliotecas, los hijos deseados iniciando los 30; iban a ser dos, un niño y una niña: Gael y Alma. Esa noche sobrevivieron en la misma cama. Con el miedo de quien no quiere dormir a la espera de una mala noticia. Amelia, yo te dije que estaría hasta el final y este es nuestro final, decía Álvaro. El cuerpo y la mente de Amelia iban por caminos distintos. Ella estaba encorvada, se veía tan frágil. Dejaba rastros por toda la habitación. Le asustaba no poder moverse de la cintura para abajo. Ella que se soñó siendo madre al lado de Álvaro, que imaginó una familia, estaba sangrando el hijo de otro. ¿Cómo se vive después de eso?
Amaneció. Sigo sangrando, dijo Amelia. Era el útero en movimientos involuntarios. Los coágulos no pedían permiso. El dolor intenso no le permitía estar erguida. Estaba cansada de ver sangre. Pero le dolía más ver a Álvaro en su resignación, sin entender esa realidad. Ella tampoco lo entendía. Alguna vez él le dijo que los errores se pagaban con plata o con sangre, y a ella le había tocado lo segundo. Todo empeoró. Amelia visitó la clínica porque quedaban restos. No entendía por qué Álvaro seguía a su lado. Ninguna mujer merece pasar por esto sola, le respondía. Antes de ir a cirugía Amelia le pidió que rezara por ella. Él tomó su mano y la puso sobre su collar de protección —el que tenía una piedra azul— y sentenció: no va a pasar nada Amelia, este ya es el final. ¿El final de ella?
Sobrevivieron. Tomando sus manos se decían como si fueran una voz: daría todo por volver el tiempo atrás. Logrando lo que en su tiempo juntos jamás pudieron, estar de acuerdo en algo. Álvaro continúo: quisiera despertar esa mañana de febrero y solo seguir con nuestro día. Nunca me hubiera ido. Nunca hubiera dejado que salieras con el corazón roto. Estoy aquí y tengo todo y de qué me sirve si no tengo con quien compartirlo, si no te tengo a ti. Ya no sé si algún día quiera tener hijos, ya no sé quién soy. Te has llevado todo. La decisión no podía aplazarse. La vida se definía ahí, se iba o se quedaba.
Amelia sentía la tragedia en carne propia. Ahora sí era adulta. Había perdido tanto y la rabia la invadía. Sus deseos se esfumaron y quedó en cambio una nueva mujer que reconocía muy fuerte, pero que era una total extraña. A ella siempre le dolieron las despedidas de una forma exagerada. ¿Cómo decir adiós? No podía evitar las lágrimas y solo dejó que la tristeza la llenara. No había nada que hacer. Tampoco sabía si algún día le gustaría ser madre; algo dentro le decía que su castigo iba a ser nunca poder tener una familia, ni con Álvaro, ni con nadie, pero ya podía vivir con eso. Antes de irse Álvaro dijo: en algún lugar existen otra Amelia y otro Álvaro, ellos son felices. Despiertan juntos cada día y leen a sus hijos, los aman. En algún lugar nosotros somos felices.
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