Lonas verdes
Las obras continuaban, habían pasado seis meses y los obreros deambulaban por toda la universidad. Se aprendió a convivir con ellas, con las lonas verdes. También con los obreros, con los vendedores ambulantes que venían a ofrecerles refrescos, con los ingenieros que pasaban el día entero mirando la obra y con los indigentes que de vez en cuando llegaban en la noche a recoger escombros.
Por esos días, al igual que las lonas, se extendió por los pasillos el rumor de un posible paro. Pero el runrún solo duró una semana, mientras que las lonas verdes, que antes estaban ubicadas solo en la entrada de la universidad, se extendieron hasta la plazoleta Che. El espacio para transitar disminuyó y por ende fue imposible sentarse a estudiar en grupo o disfrutar del almuerzo en la cafetería. Como las lonas estaban multiplicándose por toda la universidad, fue necesario llamar a más obreros e ingenieros, mientras que los vendedores ambulantes durante el día y los indigentes por la noche aumentaron de manera natural.
En los meses siguientes la multitud se había mezclado tanto con los habitantes naturales de la universidad que los funcionarios debían pagar para entrar a las oficinas, los profesores para dictar clases y los estudiantes para usar las salas de estudio, porque los vendedores ambulantes, que ya habían formado un monopolio, impedían el acceso en caso de no hacerlo. A su vez, los vendedores ambulantes debían pagar vacunas a los grupos ilegales, provenientes de los barrios marginales del oriente, los cuales vieron en el caos la oportunidad de expandir su negocio de estupefacientes al sur de la ciudad.
Los senderos que conducían a la facultad se redujeron, porque las lonas verdes comenzaron a tomar posesión de ese espacio también. Primero se pasaba uno a uno, en fila, para así poder transitar los que iban y los que venían, pero poco después los estudiantes se vieron obligados a escalar los restos, que dejó la tragedia de la horda de personas, para poder llegar a sus salones. Tal vez la señora de los pasteles y los muchachos de las empanadas estaban debajo de los profesores y estudiantes que trepaban exhaustos para llegar a sus clases.
Los estudiantes en silla de ruedas no pudieron volver a clase y el profesor con discapacidad visual fue despedido porque siempre llegaba un día después de la clase. El desgaste era tanto que solo para tomar una clase los estudiantes tenían que madrugar cuatro horas más de lo normal, hasta que al final optaron por acampar afuera de la universidad y levantarse cinco horas antes de la clase para llegar a tiempo. Las ojeras se pronunciaron tanto que los rostros de los estudiantes parecían catrinas y los de los funcionarios, momias. Hasta el consejo superior debió mudar sus reuniones de cada miércoles a otro recinto, porque ya era miércoles de nuevo cuando lograban salir a la calle.
Los noticieros no tardaron en llegar, la universidad llamaba la atención desde el extranjero, los reporteros americanos y franceses venían a hacer entrevistas y tomar fotos. Pero como las lonas verdes se seguían propagando, los periodistas desaparecían, así que los noticieros optaron por dejar de enviar reporteros y la noticia fue olvidada junto con las masacres de la zona rural. Así como la noticia llegó y se fue, un viernes de octubre las lonas verdes, que ya habían ocupado los salones y cubrían los edificios, comenzaron a desaparecer, llevándose consigo obreros, vendedores, ingenieros e indigentes.
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