REPOSO
Podía sentir la arenita del fondo lastimándome los pies mientras veía cómo la vida se me iba escapando en pequeñas burbujas que me abandonaban el rostro para flotar felices hasta reventar en la superficie. Lo que más me gustaba del miedo era que me alejaba de la posibilidad de perder la vida, porque a mí vivir me gustaba mucho; más ahora, que me querían quitar el privilegio de hacerlo. Y aun ahí, viendo cómo la luz atravesaba el agua y se distorsionaba repetidamente con cada movimiento desesperado que hacía para sobrevivir, me sentía absolutamente feliz. Porque yo siempre viví muy feliz lejos del riesgo y quizá a la vida le dio envidia de que hubiera aprendido el truco de conformarme, inquebrantable, en mi corralito de algodones. A lo mejor, cuando uno entiende bien cómo vivir, pierde el privilegio de hacerlo y a mí quitarme esa agotadora carga de estar dudando todo el tiempo, me tenía varios metros lejos de recuperarlo. También era bien probable que el monólogo que estaba sosteniendo pudiera canjearse para otros diez años. Y no podía saberlo, ni si podía, ni si quería, porque la capacidad que había adquirido de ser feliz se había trasladado a ese momento, en el que lo único en lo que era válido pensar era en el ardor que me abrazaba los pulmones. Pero a mí me gustaba más mi pelo flotando frente a mi cara que saber por cuántos segundos podía perpetuar tanta paz. Yo sí creía que la respuesta detrás de todo estaba en la envidia que me tenía el destino; sobre todo porque, cuando ya se me estaban encalambrando las piernas y se me había llenado de agua la boca, alguien me haló del cuello de la blusa para quemarme la cara con la luz que se le filtraban a los árboles inquietos por la brisa del mediodía.
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