En la tienda
La tienda quedaba a la orilla de la única carretera principal que tenía el pueblo. La siguiente tienda estaba en el pueblo vecino, por lo que no era inusual que estuviera aprovisionada con toda clase de cosas: desde sal hasta pintura para la cara, pasando por preservativos, cervezas y harina. A esta tienda habían llegado las dos hermanas buscando lo que faltaba para la fiesta.
—¿No te parece que aquí está carísima la cinta? —preguntó Chana—. Deberíamos ir al otro almacén, la Mina no está tan lejos.
—Sí, va a tocar, aunque me gusta este color y no sé si lo encontraremos allá —respondió Val sin levantar la vista de las cintas.
—Pues si no hay, volvemos aquí —mencionó Chana con resolución—. ¿Qué dices?
—No tengo tiempo para volver, se supone que la fiesta es a las 7:00 y ya son las 5:30 p.m.
—Claro, el tiempo... —murmuró Chana.
—Nunca me rinde el tiempo —replicó Val un poco molesta, pero sin levantar aún la vista de las cintas.
—¿Te parece que este tono le siente a su piel? —preguntó, mientras extendía una cinta de color mostaza frente a sus ojos.
—A ninguna piel le va ese color, y con lo quisquillosa que es, te hará volver por otra —respondió, aburrida, Chana.
—No sé ni para qué te pregunto, nunca sabes nada —gruñó Val.
—Es una forma de constatar tu belleza, querida —replicó su hermana, simulando unas comillas con las manos, mientras reía divertida.
—No nos vamos a ninguna parte, unos pesos más, unos pesos menos, me da lo mismo — dijo Val.
—El tiempo es tan valioso como el agua, e igual de fluido —comentó Chana mientras se paseaba frente a Val, jugando con las cintas que ponía alrededor de su cabeza, simulando una tiara de seda.
—Me alegra ver que al menos alguien se divierte. ¿Te parece si llevamos dos metros de esta? —preguntó Val, extendiendo la cinta frente a los ojos de Chana y la vendedora, que las observaba con indiferencia.
—Es tu fiesta, tú decides qué llevas —respondió Chana, que ahora metía las manos en los costales de grano.
—Sí, yo decido. Llevaremos entonces dos metros de oro rosa y tres metros de azul cyan — le dijo Valeria a la vendedora, quien suspiró aliviada. Volviéndose hacia su hermana, le preguntó—: ¿Qué es lo que te pasa? Has estado especialmente inquieta.
—No es nada —titubeó Chana.
—No te creo —dijo Val, mirándola brevemente a los ojos.
—¿No has sentido que imaginas tu cara, pero que no sabes qué cara tienes? —murmuró Chana mientras enrollaba un pedazo de cinta entre los dedos.
Val no respondió. Chana levantó la mirada y siguió diciendo:
—El otro día me pareció que mi cara me asaltó de repente, como si... —Chana se detuvo; le temblaban los dedos.
—A mí no me pasan esas cosas —contestó Val mientras pedía globos.
—Pero piensa, Val, ¿te gusta tu cara? No la que imaginas, sino la que es.
—No lo sé, Chana. Me gusta mi cara, me gustan estas cintas y me gusta que me ayudes a escoger. Ya te dije que no tengo tiempo.
—Sí, sí —dijo Chana suspirando—. Es solo que el otro día estaba en el banco haciendo lo de papá. Frente a mí estaba el espejo de seguridad; podía ver a una mujer que me miraba: tenía los dientes torcidos, apenas tenía pestañas, su boca parecía una queja, había algo muy feo en su mirada. Iba a voltear para hablarle y, como si despertara de un sueño, reconocí su ropa. ¡Era yo, Val, y me reconocí por mi ropa! —terminó de decir Chana, desconcertada. Val la miró con atención. Quería saber. Sus ojos se encontraron con los de su hermana; le pareció que veía algo en ellos, un rostro desconocido. Se acercó más; había algo en aquellas facciones, si tan solo los ojos de Chana...
—¿Te parece si llevamos también un espejo? —acertó a decir Val.
Afuera caía el atardecer tiñendo el cielo de púrpura.
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