Concurso de Cuento Corto: La casa se pone Vieja





Recuerdo esta casa en los días que mis preocupaciones eran no dejarme alcanzar de la abuela que quería pegarme. Ahora que me encuentro sentada en un sillón rustico, ajeno a mis recuerdos, me limito a observar el tronco seco de un árbol de mango que cortaron cuando rodeaba mis doce años. Ese que de pequeña lo miraba y creía que llegaba al cielo; cielo que por aquellos días parecía eterno. Siempre de un azul celeste cuyas nubes parecían algodón suave y muy esponjoso. El árbol, lo extraño, pues allí junto a mis primos pasábamos tardes enteras comiendo mango hasta que dolía la panza o hasta que la abuela decidía tomar su vara de guadua y chuzarnos el culo, como solía decir.


- “¡Mija! ¿va a tomar cafecito?” - pregunta mi abuela que, aunque me niegue a él, ya lo tiene servido en su taza de flores negras que no puede faltar en una casa colombiana. Trae a mí ese delicioso café que huele al campo por las mañanas frías y sabe al amor con el que ella lo hace. Justo ahora tiene una sonrisa que nadie se la quita, pues acabo de llegar a casa para decirle que me quedaré algunos días. 


Ella se va, yo aún miro el tronco, pero decido pararme para mirar la casa que años atrás había sido mi hogar. A mi derecha, se encuentra la puerta a la salida y las dos primeras habitaciones, luego, está en la que nadie duerme, porque desde que mi abuela vive aquí, solo sabe decir que se escuchan ruidos extraños por las noches, además que el que duerme solo, al parecer tan solo no está.


Luego, está el corredor, tiene una sala y un comedor improvisado que, en tiempos anteriores, se podía comer allí a la sombra del árbol que parecía cobijar toda la casa. Era chistoso que cuando se comía, por ese entonces del mes de noviembre, los mangos comenzaban a madurar y de repente caían a cualquier hora del día y al más elevado podía casi que descalabrarlo.


Al pasar los baños me encuentro con el patio que lleva al olvidado planchón, a su izquierda, está el portón que da a la casa de mi tío y la de mi primo, que están ubicadas en las tierras del inexistente cafetal que un día mis primos y yo, con la inocencia de niños traviesos quemamos completamente y de él no se volvió a ver ni un grano de café.


- “¡Holaaa memetes!  ¡usted como está de grande! Que verraquita para parecerse a la mamá, véala, la misma Nubia”- pronuncia con energía mi tío. Solo puedo reír porque su saludo ya me lo sé de memoria, pues ahora solo soy un clon de mi madre y en cada esquina del pueblo me lo recuerdan. Lo abrazo para devolver su saludo y en el fondo escucho a la abuela llamarme.


- “¡Voooy!” - grito y salgo a correr atravesando el portón de guadua, al abrirlo, se clava en mi dedo una de sus pelusas, arde, pero sigo mi camino.


- “¡Tan bella mi muchacha!, como está de grande, y pensar que yo le cambiaba los pañales, ¡antes es que uno no está viejo!”- dice al mover sus manos ya arrugadas y con callos en dirección hacia mi cara, y apretando mis cachetes continúa- “Mija, ahora le hago las tortas que a usted tanto le gustan, se acuerda que yo se las hice el día que usted se enojó conmigo porque le dije que teníamos que cortar el palo de mango ¿se acuerda mami?”


-“Sí mamita, ese día me enojé mucho porque no entendía cuál era la necesidad de cortar el árbol para hacerle un parqueadero al Willys rojo de mi tío”- le respondí sentada nuevamente, mirando el tronco seco y vacío del palo de mango que me hizo jurar que jamás volvería a la casa. En ese entonces ni siquiera sabía que las personas algún día dejan de estar entre nosotros, por eso hace unas horas decidí olvidar lo que ese día dije, pues la abuela se hace vieja al igual que la casa y necesito disfrutar junto a ella los años que le quedan. 


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