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VI Concurso de Cuento Corto: Globos de agua


En el borde del fin del mundo, un desierto árido y gris dibujaba dunas eternas. Los siglos allí eran perezosos para hacerse un lugar. Ahí se encontraba atrapado un pueblecito tan viejo que no se encontraba en ningún mapa y se había perdido en el tiempo el recuerdo del último turista que conociera su existencia. El barro de los edificios ardía bajo un sol que no conocía el sueño. El crímen era tan famoso y lucrativo que ya hace mucho se habían robado el agua, el rocío y las nubes. Hubo algunos a quienes se les ocurrió robarse el nombre del pueblo y los habitantes eran tan perezosos y conformistas que, aunque se quejaron indignados, dejaron que pasara sin ningún inconveniente. Allí la piel de la gente, siempre anciana y seca como inmortal cobraba un brillo lodoso e incandescente asemejándose a la arena cenicienta que hacía las veces de tierra en el valle arcillezco. Era este sudor con cualidades místicas la única fuente de alimento para todos los milenarios vejestorios. Se quemaban bajo el bochorno flagelante con religiosa obediencia durante días solo para lamerse unas contadas gotas exprimidas con esfuerzo entre sus sobacos. Los fundadores del pueblo, los más polvorientos, ya no podían producir ni la más mínima gota y se encontraban arrodillados a la sombra como figuras pétreas rogando para siempre a sus hijos y nietos compartir un minúsculo ápice de sus secreciones humectantes mientras las arenas y su pieles se consumían en uno solo. Los más jóvenes, miraban con pena e ignoraban los gemidos provenientes de las patéticas estatuillas de tortuosa inmortalidad en las que se convertían sus progenitores. Era sabido que sudar y lamer era patrimonio cultural del pueblo, quién ya no podía hacerlo estaba traicionando su patria. Así que se ignoraban entre ellos, como ignoraban su propio destino.


Tiempo después de que también se robaran los siglos para contarlos llegó Alguien, una turista sin ojos, sin boca y sin rostro. Llevaba en una mano miles de globos gordos llenos de agua, todos de colores distintos, todos flotando pesadamente en el aire. En la cima de ellos estaba colgando con gracia y finura una luna resplandeciente de esponjosa ternura. Alguien llegó a la plaza y miró, sin poder mirar, el desabrido paisaje. Los ancianos se arrastraron rodeándola y mirándola de cabeza a pies con arrogante criticismo, tachandola de inmediato con repudio pues, a diferencia de su orgullosa raza de secos miserables, Alguien se encontraba sin una pizca de ceniza ni polvo alguno en su fina silueta. De los poros de su piel no brotaban cabellos sino preciosas y húmedas flores color arcoiris y pétalos resplandecientes. Alguien dijo con aires de ruego y desespero <<Estoy buscando a Nadie, me dijo que tenía boca, y con ella podía beber de todos mis globos. Estoy buscando a Nadie, me dijo que tenía ojos y con ellos podría admirar mi luna, descansar en su sombra. Estoy buscando a Nadie, me dijo que tenía nariz y con ella podía oler todas mis flores y sembrarlas en sus tierras>> repitió esto una y otra vez al menos diez veces más como un canto o un precioso poema. Todos los ancianos se miraron confusos e irritados por esta visita inesperada de una estorbosa extranjera que desconocía sus preciados rituales culturales, sus políticas de hidratación y tradiciones familiares de suicidio prolongado. A sus ojos solo había llegado a interrumpirlos de su sacralizada inmolación y decidieron casi ignorar sus palabras con un espíritu de orgulloso patriotismo. Y respondieron todos casi en coro, que en este pueblo no solo no estaba Nadie, sino que nunca había habido Nadie alguno ni habrá Nadie para nadie, ni en este caso para Alguien. Alguien desalentada, se disculpó por las molestias y dispuesta a seguir buscando volvió por donde había venido y en ese pueblo no se volvió a escuchar de Nadie nunca más.



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