VI Concurso de Cuento Corto: YAYA




A Eulalia Cuenú lo que menos le preocupaba en la vida era tener que soportar miradas en la capital por su color de piel, por el “cabello rebelde” y hasta por sus pronunciadas facciones, ella estaba feliz porque sabía que era la única de la familia que podría entrar a estudiar en la universidad; tampoco le importaba que el arroz con coco no le sudara y que de sus tantas idas al río no aprendiera nunca a mover la batea. Su debilidad estaba en las tantas historias, que de niña Don Segundo le contaba, y de las cuales sólo una logró atormentarle la vida: La Tunda. Aunque ella se empeñaba en disfrutar el tiempo que le quedaba en su pueblo, era inevitable pensar cada día en el horroroso momento en el que ésta, tan negra como ella y arrastrando sus cabellos, le visitara para robarle el alma y ocupar aquel cuerpo lánguido. A Yaya, como le decían de cariño en su hogar, le espantaba la idea de ir se de sí misma y quedar dispersa en la incertidumbre.


Tanto la madre como el padre ignoraban el escenario temeroso por el que andaba su primogénita. Se enteraron de esto, una de esas tardes en las que el mar se pica y le niega la entrada a cuanto ser humano se asoma a la orilla, pues los palafitos estaban vacíos y toda la población divisaba una canoa que aparentemente navegaba sin rumbo muy cerca de ellos. Con disimulo se acercaron al tumulto intentado hallar a Eulalia, pero no había rastro de esta, así que decidieron concentrarse en el atractivo del momento el cual cada vez se acercaba más a la orilla. Mientras esto sucedía, el ser que habitaba la canoa se retorcía lentamente arrancando con sus manos mechones de cabello, y lanzando al cielo maldiciones mudas ¡Sí! Era Eulalia, era lo que ella temía, era su pelo, era su cuerpo, era su voz, era la Tunda. Pero la gente ya no veía más que una canoa solitaria. Cuando esta se acercó lo suficiente, el olor a azufre ya era insoportable y el gentío apenas si pudo reconocer el cuerpo envejecido de la niña Eulalia. Sus padres estaban horrorizados, la Yaya se encontraba tan ligera que parecía flotar dentro de la chalupa, sus ojos extraviados en la inmensidad del cielo, y el cabello alrededor de ella terminó por ahuyentar a la población, sólo sus padres desmayados de dolor y Don Segundo, de estómago muy fuerte, lograron quedarse. Es que la mayoría de los habitantes, a quienes sus leyendas los sostienen, sabían qué pasaría después.


El cuerpo de esta niña comenzó a separarse. Cada miembro parecía cobrar vida y don Segundo recitaba en su mente al compás del desmembramiento la historia de la Tunda. Aquel ser, del que se desprendían aromas de antaño, pues muy bien sabía que Eulalia ya no estaba allí y quien obraba en ese momento era la misma Tunda. Esto no sólo se lo confirmó su bastón, sino también las suaves gotas de agua que una nube armoniosamente dejaba caer, y que el sol casi oculto ponía a brillar. Esta pequeña lluvia sinónimo de la presencia de la esposa del diablo inundó mágicamente la canoa, así brotaron al mar no sólo los cabellos de la Yaya, sino cada miembro de ella que agonizaba mediante pequeños saltos y se dice que lo único que permaneció en aquel bote artesanal fue la cabeza calva de la niña Eulalia.


Para ese momento el alma de la Yaya estaba en un bucle y en los palafitos de la población sólo se oían lamentos: “¡Tunda, maldita Tunda!”.


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