El
otro
Fin
de semana. Compro cigarrillos y una botella de ron; camino hasta mi
apartamento, subo las escaleras, entro en mi habitación, me siento
en el sillón, prendo un cigarro, me relajo, disfruto el humo, luego
lo expulso, así asfixio las voces, las putas voces. Luego tomo una
copa de ron. Repito el proceso muchas veces en la noche. Las voces
callan.
Me
duelen los ojos de cerrarlos con fuerza creyendo que así dejaré de
recordar. Me levanto del sillón para ir a orinar, veo la ventana,
afuera hay un guayacán meciéndose al capricho del viento, es
entonces cuando lo veo: un ser vetusto, flaco, cadavérico, con ojos
hundidos como agujeros negros que me tragan.
Vuelvo
al sillón, me siento de golpe, me froto los ojos con mis manos, tomo
un trago y lo paso con una bocanada de cigarrillo. No doy crédito a
lo que había visto:
- Mierda, viene por mí, pero no debo demostrarle miedo.
Podría
ser producto del trago, ¿Cómo alguien puede estar asomándose desde
afuera en una ventana de un sexto piso? ¿Es la muerte que viene por
mí después de pedirla tantas veces en mis borracheras? ¿Es un
demonio que terminé invocando en mis actos de lascivia? Tomo un
nuevo trago, me levanto, camino, en cada paso mi cabeza da vueltas,
hace conjeturas. Está oscuro, el humo pone todo más denso, en cada
paso dejo la vida misma, llego a la ventana; solo debo levantar la
cabeza, mirar y comprobar que mi mente me vacila, solo debo levantar
la cabeza y ver que no hay nadie, un movimiento y todo terminará;
entonces volveré al sillón y seguiré mi ritual etílico.
Pero,
¡ahí está ese ser, mirándome! ¡absorbiéndome con sus cuencas
podridas! Es real. Solo me observa, es una mirada vacía y fría. De
un salto retrocedo y me tiro en el sillón.
- Viene por vos, te va matar, te arrancará los ojos, te destripará, tienes que defenderte, o ¿serás tan pusilánime como cuanto ella se fue y no hiciste nada? te va matar, cobardón
Esa
maldita voz me fustigaba, me tapo los oídos en un intento absurdo
por no oír, pero seguía:
- Mátalo antes que te mate a ti- reclamaba la voz.
Me
acuerdo del viejo revolver que mi abuelo me dejó de herencia; lo
guardo sobre uno de los paneles del cielo raso, tomo una silla, con
mucha cautela, mis movimientos no deben ser bruscos, subo en ella, me
estiro y corro el panel, con parsimonia. Vuelvo al sillón y planeo
mi ataque. Bebo un par de tragos, para ganar valor, respiro profundo,
decido que esta vez voy a luchar.
Por
mis nervios, intentando beber otro sorbo de ron, con mi mano volteo
la botella, siento que mis ánimos se escurren bajo el sillón. Me
incorporo lento, pensando cada movimiento, agarro el revólver y lo
pongo en mi espalda apretado con mi correa, el movimiento me toma
eternidades, pero debe ser así para que ese ser no se percate.
Lento, doy paso a paso, mis pies me pesan, pero no hay vuelta atrás.
El
último paso, él también asoma a mi encuentro, llevo la mano atrás
de mi cintura, el parece hacer lo mismo. Es un duelo. Me muevo
rápido. Disparo. Todo oscurece.
La
luz se filtra en mis parpados, me fastidia, me duele la cabeza. Estoy
en una habitación casi idéntica a la mía, pero me doy cuenta que
no es la mía por un detalle: no tiene ventana, solo un espejo.
-Hijo
despertaste, que alegría, hijo por favor no lo vuelvas a hacer, te
lo pido.
Era
mi madre casi llorando.
- ¿Por qué me cambiaron de habitación? Quiero la otra, la de la ventana.
- Hijo, en la última habitación que tuviste ventana te arrojaste, por eso te cambiamos, hace meses duermes aquí. Este ya es tu segundo intento, no sé de donde sacaste ese revolver.
Me
levanto, decido acercarme al espejo, me asomo. De nuevo lo veo, al
otro, a ese otro que creí vencer, de nuevo me amenaza ¡de nuevo esa
mirada podrida!
- Cobardón, viene por ti, debes matarlo, de una vez por todas, mátalo. Entonces, agarro el bisturí que había sobre la mesa.
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