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Cuarto concurso de cuento corto: La mirada oculta en el ventanal



La mirada oculta en el ventanal




  • ¿Y para vos qué es el amor?

Cuando el frío de la pregunta se asomó por su columna, no tuvo más remedio que enderezarse. Inhaló hasta donde su capacidad pulmonar le permitió, y acto seguido, dejó escapar pausadamente ese aire secreto que por instantes atesoraba.

  • Una persona sin pareja como yo no sería la indicada para responder eso…

No había terminado la oración y ya se recriminaba semejante idiotez. Tres segundos de ojos extrañados y ella también se lo confirmó.

-Qué pavada.

El Café estaba medio vacío. Se habían sentado en una mesa de madera que guardaba el mismo color vinotinto de la cojinería de los muebles de palet. La vio tomar la pajita y ordenar con sus labios el ascenso de la malteada. Los tragos lucieron pesados, consecuencia de lo amargo. Supuso que debía decir algo, pero como no sabía qué, optó por dejarla ser. Ella había girado su cabeza noventa grados a la derecha. Su mirada atravesaba el ventanal (groseramente adornado con stickers de mariposas) con la nostalgia de quien desea dejar algo atrás, y decide hacerlo. Quiso acompañarla. Repasó el halo de luz que delineaba su rostro de porcelana, y giró la vista deseando encontrar algo en lo que ella observaba. Nada. Afuera todo estaba apacible, inmutable. “¿Qué estará pensando?”, se repetía. Y cada vez que esa pregunta aparecía en su mente, le resultaba más insoportable eso que ella contemplaba que era “nada” y que nada decía. Pero no se daba por vencido. En algún momento, le pareció verla montarse en uno de los carros pintorescos que asomaban por uno de los costados del rectángulo cristalino y que sólo tendría la oportunidad de detenerla antes que desapareciera sobre el otro extremo. Entonces, sus cejas se recogieron y empezó a percibir una repentina algarabía en crescendo que se colaba del exterior: espíritus avivados, fuera de sí, queriendo correr a ninguna parte. Gritos mudos. Lejanos. Asesinos. Impacientes. Resquebrajamiento del asfalto. Kilómetros de enredaderas subiendo sobre los postes de luz, abrazándolos hasta el asfixio. La primavera. Duendecillos columpiándose en las ramas, tarareando rondas infantiles. Papeletas de colores arrastradas por el viento que empezaba a arreciar, estrellando agua sobre el cristal. Agua de tormenta y solaz. Pajaritos trinando. Pajarracos desorbitados abalanzándose sobre las mariposas del ventanal. La pentatónica del vidrio provocada por las lianas y bejucos que intentaban colarse a la cafetería, “crick, crack”. La guadaña desmalezadora en el horizonte del autocontrol. El llanto de la falta, la risa del encuentro, los mandalas descocidos en las esquinas de las cuadras, la tragedia que llama el nombre Julieta, las promesas, los epitafios, los cultivos de opio y durazno, la tierra mala. Los carros pintorescos lavados por la lluvia, diluyéndose en el vertical del ventanal.


Cuando la última imagen de ese caótico carrusel se consumaba, tocó con su espalda la pared donde reposaban los laterales de muebles y mesa. Se incorporó con la rapidez de quien advierte que algo se está quemando en la cocina, sacudió su chaqueta de jean y la dispuso sobre uno de sus hombros. Al llegar a la puerta del local, se detuvo de golpe, como si una parte fantasmagórica de él se aferrara a sus pies, reteniéndolo, implorándole cordura. Pero esta vez no le hizo caso. Se permitió un soplido, desfrunció el ceño y salió del Café. Un cambio fulminante de iluminación lo obligó a entrecerrar sus ojos. Sintió calor en todo el cuerpo. Una tibieza. Y unos segundos más tarde, un remanso. Apoyó sus dedos sobre los párpados siguiendo un movimiento circular hasta que su vista fue aclarando. Seguía en el Café. Y ahí seguía ella. Sentada en los muebles de palet, con espuma de malteada en su boca y la cabeza noventa grados a la derecha. De repente, su mirada dejó el ventanal, encontrándolo de frente, y le regaló un gesto de sonrisa, consecuencia de lo dulce.

-Tengo algo que decirte.

Los carros pintorescos aún no avanzaban.

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