La
mirada oculta en el ventanal
- ¿Y para vos qué es el amor?
Cuando
el frío de la pregunta se asomó por su columna, no tuvo más
remedio que enderezarse. Inhaló hasta donde su capacidad pulmonar le
permitió, y acto seguido, dejó escapar pausadamente ese aire
secreto que por instantes atesoraba.
- Una persona sin pareja como yo no sería la indicada para responder eso…
No
había terminado la oración y ya se recriminaba semejante idiotez.
Tres segundos de ojos extrañados y ella también se lo confirmó.
-Qué
pavada.
El
Café estaba medio vacío. Se habían sentado en una mesa de madera
que guardaba el mismo color vinotinto de la cojinería de los muebles
de palet. La vio tomar la pajita y ordenar con sus labios el ascenso
de la malteada. Los tragos lucieron pesados, consecuencia de lo
amargo. Supuso que debía decir algo, pero como no sabía qué, optó
por dejarla ser. Ella había girado su cabeza noventa grados a la
derecha. Su mirada atravesaba el ventanal (groseramente adornado con
stickers de mariposas) con la nostalgia de quien desea dejar algo
atrás, y decide hacerlo. Quiso acompañarla. Repasó el halo de luz
que delineaba su rostro de porcelana, y giró la vista deseando
encontrar algo en lo que ella observaba. Nada. Afuera todo estaba
apacible, inmutable. “¿Qué estará pensando?”, se repetía. Y
cada vez que esa pregunta aparecía en su mente, le resultaba más
insoportable eso que ella contemplaba que era “nada” y que nada
decía. Pero no se daba por vencido. En algún momento, le pareció
verla montarse en uno de los carros pintorescos que asomaban por uno
de los costados del rectángulo cristalino y que sólo tendría la
oportunidad de detenerla antes que desapareciera
sobre el otro extremo. Entonces, sus cejas se recogieron y empezó a
percibir una repentina algarabía en crescendo que se colaba del
exterior: espíritus avivados, fuera de sí, queriendo correr a
ninguna parte. Gritos mudos. Lejanos. Asesinos. Impacientes.
Resquebrajamiento del asfalto. Kilómetros de enredaderas subiendo
sobre los postes de luz, abrazándolos hasta el asfixio. La
primavera. Duendecillos columpiándose en las ramas, tarareando
rondas infantiles. Papeletas de colores arrastradas por el viento que
empezaba a arreciar, estrellando agua sobre el cristal. Agua de
tormenta y solaz. Pajaritos trinando. Pajarracos desorbitados
abalanzándose sobre las mariposas del ventanal. La pentatónica del
vidrio provocada por las lianas y bejucos que intentaban colarse a la
cafetería, “crick, crack”. La guadaña desmalezadora en el
horizonte del autocontrol. El llanto de la falta, la risa del
encuentro, los mandalas descocidos en las esquinas de las cuadras, la
tragedia que llama el nombre Julieta, las promesas, los epitafios,
los cultivos de opio y durazno, la tierra mala. Los carros
pintorescos lavados por la lluvia, diluyéndose en el vertical del
ventanal.
Cuando
la última imagen de ese caótico carrusel se consumaba, tocó con su
espalda la pared donde reposaban los laterales de muebles y mesa. Se
incorporó con la rapidez de quien advierte que algo se está
quemando en la cocina, sacudió su chaqueta de jean y la dispuso
sobre uno de sus hombros. Al llegar a la puerta del local, se detuvo
de golpe, como si una parte fantasmagórica de él se aferrara a sus
pies, reteniéndolo, implorándole cordura. Pero esta vez no le hizo
caso. Se permitió un soplido, desfrunció el ceño y salió del
Café. Un cambio fulminante de iluminación lo obligó a entrecerrar
sus ojos. Sintió calor en todo el cuerpo. Una tibieza. Y unos
segundos más tarde, un remanso. Apoyó sus dedos sobre los párpados
siguiendo un movimiento circular hasta que su vista fue aclarando.
Seguía en el Café. Y ahí seguía ella. Sentada en los muebles de
palet, con espuma de malteada en su boca y la cabeza noventa grados a
la derecha. De repente, su mirada dejó el ventanal, encontrándolo
de frente, y le regaló un gesto de sonrisa, consecuencia de lo
dulce.
Los
carros pintorescos aún no avanzaban.
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