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Cuarto concurso de cuento corto: DROMEDARIUS






DROMEDARIUS

Aun puedo ver el sol, aún nuestras sombras se proyectan en la arena lo suficientemente definidas como para creer que sigo respirando. Recuerdo cuando todo comenzó, en un principio la gente era feliz, cada uno sobrevivía con lo que tenía, con lo que hacía, algunos sembraban, otros tejían, unos cuantos comerciaban y los más intrépidos iban a cazar al desierto. Si tan solo lo hubiéramos sabido, si tan solo en aquel momento hubiéramos tomado la decisión correcta, pero en aquel entonces éramos una comunidad ignorante, creyente de cualquier cosa, capaz de confiar en lo impensable; en aquel entonces él también lo sabía, y se aprovechó de eso. Cuando él llegó, no teníamos la menor idea de lo que nos iba a pasar, y entonces él empezó a hablar, a prometer, a ponernos a soñar.

Desde tiempos ancestrales, el agua, ese preciado líquido transparente, capaz de darnos la vida y también la muerte, ha sido uno de los elementos más complicados de tener en el Oasis, solo algunos viejos pozos escavados por los grandes sabios nos brindaron algo de esta maravilla natural, lo demás debíamos traerlo de occidente, donde nos obligaban a trabajar hasta muy tarde para pagarlo. Pero entonces él nos dijo que podía hacer agua, que con sus semillas podía lograr que lloviera, y que cada cuanto, debíamos sembrar algunas semillas para devolver a la tierra el favor que nos hacía.

Hasta allí nos parecía increíble, casi un milagro para el Oasis, y por supuesto, alguien preguntó a cambio de qué se podía obtener toda esta infinita trascendencia, entonces él nos pidió nuestras cosas, parecía poco para lo que íbamos a conquistar, él nos pidió nuestra cosecha entera, pero la podíamos volver a sembrar, él nos pidió todas nuestras telas, pero las podíamos volver a tejer, él nos pidió todas nuestras monedas, pero las podíamos recolectar de nuevo, y él también nos pidió todos nuestros animales a excepción de uno, esos también los podíamos conseguir, así que entonces nos pasó las semillas, eran unas cien semillas, y nos dijo que cuando necesitáramos agua, lo que teníamos que hacer era poner una semilla en una olla con un poco de vino, luego ponerlo al fuego, y esperar a que hirviera, entonces debíamos subir a la colina más alta y dejar que el vapor ascendiera hasta el cielo, se formarían nubes y luego llovería, al menos un día entero, y que cada vez que utilizáramos diez semillas, deberíamos sembrar otras diez en la orilla de una gran palmera que estaba en el centro del oasis, allí crecería un nuevo arbusto pequeño y frondoso color amarillo que nos daría otras cien semillas.

Ese era el trato. Y nosotros le creímos. Al otro día, él partió con todas nuestras cosas y lo perdimos en el horizonte tras un par de montañas de arena. Por supuesto, seguimos con nuestras vidas, hasta que se agotó el agua que había, entonces alguien pidió usar las semillas, yo me encargué de hacerlo, tomé una semilla y la puse en la olla con un poco de vino, luego la calentamos y esperamos a que hirviera, cuando vimos mucho humo saliendo de la olla, la llevamos hasta la colina más alta cercana al Oasis, una que nos permitía ver más allá de las dunas, más allá de los cactus que se erigían a lo largo del camino hacia el Oasis, justo allí dejamos la olla, en la cima, y el vapor empezó a subir hasta los más alto del cielo y las nubes se empezaron a formar, parecía que todo era verdad, pero luego algo pasó; las gotas de lluvia que caían se deshacían en el camino, como si el viento las absorbiera, como si el sol las evaporara tan rápido que no alcanzaban a llegar al suelo, y entonces, el agua nunca llegó, ni la siembra, ni la tela, ni el comercio ni la caza. El oasis entero desapareció, la gente se fue, y solo quedamos este pequeño dromedario y yo, caminando con la última semilla, buscando un nuevo oasis donde necesiten agua para venderla, a ver si les funciona.



NEPTUNO

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