ESCRIBO PÁJARO SIN ALAS QUE…
Esto
de escribir es complejo: aquí los personajes no gritan como en el
teatro, no tienen carne y hueso, no los puedes ver ni representar
físicamente. Como que no adquieren una forma, sólo son imágenes
que repercuten en el lector. Pero esas imágenes son las que deben
doler y causar estragos, y esparcirse por las venas como aceite
hirviendo. ¿Cómo hacer eso? A mí me cuesta siempre hacer enojar a
mis personajes y que el lector realmente sienta su fervor – el
sentir de la rabia acumulada en la aglomeración de una oración–.
El escritor siempre va en busca del trastocamiento del otro, del que
está en la mitad, en la brecha de lo onírico y lo real, del que
está afuera y dentro de la lectura. La actuación, la música, la
escultura son artes maleables al igual que la escritura, aun así,
esta tiene la rigurosidad de no ser expuesta correctamente sin una
voz sagaz y hábil, una voz frágil y al mismo tiempo una voz
imponente –una voz… humana–, una voz que pueda ser percibida no
por los ojos, ni por el tacto ni por el gusto, más bien por la
consciencia. Uno es un dios: creando y dejando ser. Uno tira los
personajes al cuento y los deja participar, pero debe saber uno
cuáles humanitos lanzar, con cuáles características, cuáles son
las adecuadas y en qué lapso de tiempo dejarles abrir la boca. Y es
que no son solo “humanitos”, pues los perros, las vacas, los
cerdos tienen cabida aquí en esta amplitud llena de magia y ajolotes
cronopianos. Las dinámicas
son importantes como en la música, que un personaje no puede
terminar como empezó, debe levantar su volumen y así mismo
apagarse, callarse, hablar bajito de vez en cuando. Un humanito, un
animalito de estos, una acción debería tomar forma propia, debería
recrearse a sí misma. Un escritor debería dejar a sus “cosas”
ser. Que la libertad esculpa lo que se quiere narrar, y que una vez
esta narración tome consistencia propia, se cree la utopía. Que no
deberíamos temerle a la escritura, que no haya pavor ni tabú ante
un cuento homosexual, psicótico o fuera de los cánones de los
eruditos literarios. Que uno escribe pájaros sin alas y ellos logran
volar, porque se hacen, porque se extirpan de mí, de nosotros, de
los que escribimos. Que el lector llore más lágrimas de las que el
escritor derramó al desempolvar su memoria, que se debe recordar y
vaciar, ese es el acto de leer y escribir infinitas veces. Que esto
es bien arduo, bien jodido, bien… Hasta espantoso de cierta forma,
porque el poeta se odia por ser lo que es, se aterra de sí, se
pavorea de su reflejo, se espanta de lo que escribe y lo que siente:
ese sofocón, ese fogonazo en los brazos (y aquí, lector, ya sentís
eso del trastocar, porque me sentís, sentís esas
vibraciones recorriéndote la yema de los dedos), esa gastritis y esa
úlcera que le carcome todo el estómago. Pero uno ama esto del
sujeto y predicado, esto de la sinalefa y las onomatopeyas, los
signos lingüísticos, las aliteraciones –alteraciones– y los
símbolos. Que uno finalmente termina por convertirse en lo que está
creando, o ¿por qué ahora yo soy un personaje? Vos me estás
leyendo, leés mi historia, y ahora vos sos un personaje fuera de mí
y yo acá… tan lejos de vos. Estás tan real sentado en un sofá
conociéndome, y yo me siento tan no ficción, aquí: con mi voz
agrietada y mis ojos de blues. Me reescribo una vez más, soy real,
soy ficción. ¿Qué soy, lector?
Comentarios
Publicar un comentario
Tus comentarios enriquecen nuestra Biblioteca ¡Gracias por Visitarnos!