Cuarto concurso de cuento corto: ESCRIBO PÁJARO SIN ALAS QUE…



ESCRIBO PÁJARO SIN ALAS QUE…


Esto de escribir es complejo: aquí los personajes no gritan como en el teatro, no tienen carne y hueso, no los puedes ver ni representar físicamente. Como que no adquieren una forma, sólo son imágenes que repercuten en el lector. Pero esas imágenes son las que deben doler y causar estragos, y esparcirse por las venas como aceite hirviendo. ¿Cómo hacer eso? A mí me cuesta siempre hacer enojar a mis personajes y que el lector realmente sienta su fervor – el sentir de la rabia acumulada en la aglomeración de una oración–. El escritor siempre va en busca del trastocamiento del otro, del que está en la mitad, en la brecha de lo onírico y lo real, del que está afuera y dentro de la lectura. La actuación, la música, la escultura son artes maleables al igual que la escritura, aun así, esta tiene la rigurosidad de no ser expuesta correctamente sin una voz sagaz y hábil, una voz frágil y al mismo tiempo una voz imponente –una voz… humana–, una voz que pueda ser percibida no por los ojos, ni por el tacto ni por el gusto, más bien por la consciencia. Uno es un dios: creando y dejando ser. Uno tira los personajes al cuento y los deja participar, pero debe saber uno cuáles humanitos lanzar, con cuáles características, cuáles son las adecuadas y en qué lapso de tiempo dejarles abrir la boca. Y es que no son solo “humanitos”, pues los perros, las vacas, los cerdos tienen cabida aquí en esta amplitud llena de magia y ajolotes cronopianos. Las dinámicas son importantes como en la música, que un personaje no puede terminar como empezó, debe levantar su volumen y así mismo apagarse, callarse, hablar bajito de vez en cuando. Un humanito, un animalito de estos, una acción debería tomar forma propia, debería recrearse a sí misma. Un escritor debería dejar a sus “cosas” ser. Que la libertad esculpa lo que se quiere narrar, y que una vez esta narración tome consistencia propia, se cree la utopía. Que no deberíamos temerle a la escritura, que no haya pavor ni tabú ante un cuento homosexual, psicótico o fuera de los cánones de los eruditos literarios. Que uno escribe pájaros sin alas y ellos logran volar, porque se hacen, porque se extirpan de mí, de nosotros, de los que escribimos. Que el lector llore más lágrimas de las que el escritor derramó al desempolvar su memoria, que se debe recordar y vaciar, ese es el acto de leer y escribir infinitas veces. Que esto es bien arduo, bien jodido, bien… Hasta espantoso de cierta forma, porque el poeta se odia por ser lo que es, se aterra de sí, se pavorea de su reflejo, se espanta de lo que escribe y lo que siente: ese sofocón, ese fogonazo en los brazos (y aquí, lector, ya sentís eso del trastocar, porque me sentís, sentís esas vibraciones recorriéndote la yema de los dedos), esa gastritis y esa úlcera que le carcome todo el estómago. Pero uno ama esto del sujeto y predicado, esto de la sinalefa y las onomatopeyas, los signos lingüísticos, las aliteraciones –alteraciones– y los símbolos. Que uno finalmente termina por convertirse en lo que está creando, o ¿por qué ahora yo soy un personaje? Vos me estás leyendo, leés mi historia, y ahora vos sos un personaje fuera de mí y yo acá… tan lejos de vos. Estás tan real sentado en un sofá conociéndome, y yo me siento tan no ficción, aquí: con mi voz agrietada y mis ojos de blues. Me reescribo una vez más, soy real, soy ficción. ¿Qué soy, lector? 









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