Pluma
Impersonal
Flor
se levantó mucho antes que su marido, despacito para no
interrumpirle el sueño y sin prender la luz para no incomodar. Se
fue de puntillas hasta la cocina y quien la hubiera visto la habría
confundido con un espanto; su cabello grisáceo enmarañado se mecía
al vaivén de sus pisadas, la bata que alguna vez fue blanca dejaba
entrever su lánguida figura recorriendo la casa cuando el sol aún
no despuntaba.
Hizo
el tinto como todas las mañanas. El olor del café que hacía Flor
penetraba las paredes y recorría las habitaciones de los vecinos. Se
sentó en la sala, con la vista puesta en la pared donde se
encontraba perpetuada la imagen de su hijo con uniforme de soldado.
Cuando
Armando salió del cuarto el sol ya calentaba los techos de barro,
miró hacia la sala, Flor seguía allí. Mientras servía el café,
un par de lágrimas se deslizaban por su rostro.
-Son
estos días, en los que le pido a Dios que se acuerde de mí –decía
como hablándose a sí mismo porque no miraba a Flor a la cara, pero
lo suficientemente fuerte para que ella lo escuchara.
Ella
permanecía impávida.
-Flor,
saque el uniforme y lo pone en el altar ¿Compró las veladoras?
-Compré
velas -le respondió -el tono en que se lo dijo no permitió que él
hiciera algún reclamo por haber comprado algo distinto a lo que le
había pedido.
Flor
se levantó del sillón en cuanto Armando se sentó, se dirigió al
cuarto contiguo al que compartía con su esposo. Abrió el clóset,
sacó de allí una bolsa que tiró en la cama; de su interior extrajo
el uniforme de su hijo, lo dobló y dejó en el altar.
Armando
la seguía con los ojos hacia donde ella caminara. Se levantó, tomó
el camuflado entre sus manos y sollozando dijo:
-El
uniforme de mi hijo; todo sucio y arrugado, hubiese sabido que estaba
así, yo mismo lo habría arreglado.
Flor
se encontraba en el cuarto matrimonial, enfrentada a la imagen que le
presentaba el espejo de una mujer a la que desconocía. Es probable
que no se haya dado cuenta que su esposo se lamentaba en la sala.
- ¡Flor!, ¡Flor!, Flooor! –gritaba Armando. Le dirigió la mirada.
- ¿Qué hace allí sentada? Voy a buscar al padre Alirio, quedé de recogerlo a la una porque a las tres tiene otra misa. Acomode la sala.
Cuando
Armando regresó con el padre, la encontró en el mismo sitio. Las
velas aún no estaban encendidas y la sala permanecía desordenada.
-Perdone
padre, Flor amaneció enferma.
-Vaya
prendiendo las velas, yo organizo el altar y empezamos, nos estamos
retrasando – le contestó el padre.
Armando
entró al cuarto, juntó su mejilla con la de Flor y con los labios
apretados le susurró:
-Por
lo menos vístase para la ocasión.
Ella
abrió su ropero, una hilera larga de trajes negros arrinconaban un
vestido amarillo del que se había olvidado. Lo cogió entre sus
manos y lo acarició. Se vistió de amarillo. Por fin salió de la
habitación. Armando la miraba confundido.
-Empecemos
de una vez, por favor -dijo el padre.
El
padre inició la misa, las mismas palabras eran pronunciadas cada
año; se rogaba piedad por el ánima del hijo muerto, y a la vez
pedían su favor para que intercediera ante Cristo por ellos. Armando
y el padre con los ojos cerrados no se daban cuenta que Flor le
prendía fuego a las cortinas, al altar, al colchón, a la casa.
Cuando abrieron los ojos se encontraron en el infierno, rodeados de
fuego por todas partes no pudieron salir, aunque quisieron.
Al
ver el humo y las llamas que salían de la casa, los vecinos llamaron
a los bomberos. Todo el barrio se había agolpado frente al incendio
con la esperanza de que alguien saliera con vida. Entre la humareda
del fuego recién apagado salió un bombero con un cuadro entre sus
manos.
-Esto
es lo único que no quedó incinerado.
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