Cuarto concurso de cuento corto: Vestidos de amarillo




Vestidos de amarillo


Pluma Impersonal



Flor se levantó mucho antes que su marido, despacito para no interrumpirle el sueño y sin prender la luz para no incomodar. Se fue de puntillas hasta la cocina y quien la hubiera visto la habría confundido con un espanto; su cabello grisáceo enmarañado se mecía al vaivén de sus pisadas, la bata que alguna vez fue blanca dejaba entrever su lánguida figura recorriendo la casa cuando el sol aún no despuntaba.


Hizo el tinto como todas las mañanas. El olor del café que hacía Flor penetraba las paredes y recorría las habitaciones de los vecinos. Se sentó en la sala, con la vista puesta en la pared donde se encontraba perpetuada la imagen de su hijo con uniforme de soldado.


Cuando Armando salió del cuarto el sol ya calentaba los techos de barro, miró hacia la sala, Flor seguía allí. Mientras servía el café, un par de lágrimas se deslizaban por su rostro.


-Son estos días, en los que le pido a Dios que se acuerde de mí –decía como hablándose a sí mismo porque no miraba a Flor a la cara, pero lo suficientemente fuerte para que ella lo escuchara.


Ella permanecía impávida.


-Flor, saque el uniforme y lo pone en el altar ¿Compró las veladoras?

-Compré velas -le respondió -el tono en que se lo dijo no permitió que él hiciera algún reclamo por haber comprado algo distinto a lo que le había pedido.


Flor se levantó del sillón en cuanto Armando se sentó, se dirigió al cuarto contiguo al que compartía con su esposo. Abrió el clóset, sacó de allí una bolsa que tiró en la cama; de su interior extrajo el uniforme de su hijo, lo dobló y dejó en el altar.


Armando la seguía con los ojos hacia donde ella caminara. Se levantó, tomó el camuflado entre sus manos y sollozando dijo:
-El uniforme de mi hijo; todo sucio y arrugado, hubiese sabido que estaba así, yo mismo lo habría arreglado.


Flor se encontraba en el cuarto matrimonial, enfrentada a la imagen que le presentaba el espejo de una mujer a la que desconocía. Es probable que no se haya dado cuenta que su esposo se lamentaba en la sala.


  • ¡Flor!, ¡Flor!, Flooor! –gritaba Armando. Le dirigió la mirada.

  • ¿Qué hace allí sentada? Voy a buscar al padre Alirio, quedé de recogerlo a la una porque a las tres tiene otra misa. Acomode la sala.


Cuando Armando regresó con el padre, la encontró en el mismo sitio. Las velas aún no estaban encendidas y la sala permanecía desordenada.


-Perdone padre, Flor amaneció enferma.


-Vaya prendiendo las velas, yo organizo el altar y empezamos, nos estamos retrasando – le contestó el padre.


Armando entró al cuarto, juntó su mejilla con la de Flor y con los labios apretados le susurró:


-Por lo menos vístase para la ocasión.


Ella abrió su ropero, una hilera larga de trajes negros arrinconaban un vestido amarillo del que se había olvidado. Lo cogió entre sus manos y lo acarició. Se vistió de amarillo. Por fin salió de la habitación. Armando la miraba confundido.

-Empecemos de una vez, por favor -dijo el padre.

El padre inició la misa, las mismas palabras eran pronunciadas cada año; se rogaba piedad por el ánima del hijo muerto, y a la vez pedían su favor para que intercediera ante Cristo por ellos. Armando y el padre con los ojos cerrados no se daban cuenta que Flor le prendía fuego a las cortinas, al altar, al colchón, a la casa. Cuando abrieron los ojos se encontraron en el infierno, rodeados de fuego por todas partes no pudieron salir, aunque quisieron.

Al ver el humo y las llamas que salían de la casa, los vecinos llamaron a los bomberos. Todo el barrio se había agolpado frente al incendio con la esperanza de que alguien saliera con vida. Entre la humareda del fuego recién apagado salió un bombero con un cuadro entre sus manos.

-Esto es lo único que no quedó incinerado.


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