Cuarto concurso de cuento corto: El rompecabezas



El rompecabezas

Confieso que creía en la perfección de los cuerpos como piezas de un rompecabezas cuya simetría se mantenía sin importar la reagrupación de sus piezas

Fue por mí madre de niño me regalo un rompecabezas de bomberos; uno de los varios sueños que tenía cuando iba a ser grande, pero al armarlo descubrí que le faltaba una pieza: Su cabeza. Al preguntarle sólo me respondió que me conformara con eso. Esa era su costumbre: entregarme las cosa a medias; el café sin azúcar, la comida sin sal, las medías sin el otro par, porque para ella nosotros nacemos incompletos y la vida no es suficiente para reacomodarnos.

Trate de suplir ese vacío mediante el orden; tendía la cama tres veces al día, planchaba las camisas antes y después de usarlas, lustraba cuidadosamente los zapatos como si estuviera sometido a un régimen militar. Pero para mí no era suficiente porque me fijaba en pequeños e insignificantes detalles que descompensaban mi rigurosa rutina: las motitas del pantalón, las arrugas que se formaban en la camisa al más mínimo movimiento de los brazos, los compañeros me decían que no había que preocuparse, que no era ningún problema, que nadie lo notará. No puedo evitar abrumarme ante el desorden cotidiano y la imposibilidad de reagrupar sus piezas

Empecé a fijarme en los cuerpos porque eran suficientes, plenos y proporciones bien distribuidas, con sus sentidos despiertos, el diseño de los dedos, la forma de las caderas, el color de la piel y el brillo de los ojos.

Tal vez todos nosotros somos la representación abstracta del diseño universal, que sus mejores cualidades están repartidas en cada uno de nosotros, que somos piezas de ese gran rompecabezas de la belleza humana. Eso me di cuenta cuando vi pasar a una pareja mientras iba saliendo de la oficina. La forma como se miraban, las cuidadosas manos de ella rodeaban el esculpido torso de él, sus labios carmesí que besaban el perfil griego y su rostro moreno. Quería decirles lo lindos que se veían e incluso invitarlos a almorzar, pero al final desistí.

Mi segundo intento fue con una pelirroja de ojos azules que estaba trotando en un parque, me dijo que en promedio le dedicaba cuarenta minutos diarios en hacer ejercicio, tomar agua y comer carnes poco condimentadas, lo mismo paso con un chico de cabello largo y brazos fornidos que su entrenamiento eran los malabares callejeros que hacía para conseguir su sustento. Cada persona me veía como alguien que sería capaz de escucharlos mientras sostienen un vaso, se ajustan los cordones de los zapatos o buscan el dinero para pagar la factura. Eran movimientos limpios, coordinados que a pesar de ser improvisados, el cuerpo no mostraba ningún afán y me hacían creer que controlaban sus tensiones. Al final, siempre era yo el que terminaba la conversación.

Mi curiosidad por esos detalles se hacían más fuertes como también la rápida decepción por sus defectos anexos: sudores, manchas, olores y lagrimeos. Mi obsesión y mis intentos por descifrar ese enigma corporal me terminaban frustrando; no importa con quienes hablaba, cada noche despertaba rodeado de sueños desfigurados y piezas mal encajadas que mi rabia tiraba al suelo y
que precipitadamente volvía a reagrupar en mi convicción por disolver el cotidiano caos que nos rodea.

Al final me di cuenta que la perfección humana es un eufemismo, una estafa de la estética y su mala ponderación de expectativas y deseos. Mire usted señor agente, mi madre tenía razón: notros nacemos incompletos, la vida no es suficiente para reacomodarnos… ya estábamos desarmados desde siempre.


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