El rompecabezas
Confieso que creía en la
perfección de los cuerpos como piezas de un rompecabezas cuya
simetría se mantenía sin importar la reagrupación de sus piezas
Fue por mí madre de niño me
regalo un rompecabezas de bomberos; uno de los varios sueños que
tenía cuando iba a ser grande, pero al armarlo descubrí que le
faltaba una pieza: Su cabeza. Al preguntarle sólo me respondió que
me conformara con eso. Esa era su costumbre: entregarme las cosa a
medias; el café sin azúcar, la comida sin sal, las medías sin el
otro par, porque para ella nosotros nacemos incompletos y la vida no
es suficiente para reacomodarnos.
Trate de suplir ese vacío
mediante el orden; tendía la cama tres veces al día, planchaba las
camisas antes y después de usarlas, lustraba cuidadosamente los
zapatos como si estuviera sometido a un régimen militar. Pero para
mí no era suficiente porque me fijaba en pequeños e insignificantes
detalles que descompensaban mi rigurosa rutina: las motitas del
pantalón, las arrugas que se formaban en la camisa al más mínimo
movimiento de los brazos, los compañeros me decían que no había
que preocuparse, que no era ningún problema, que nadie lo notará.
No puedo evitar abrumarme ante el desorden cotidiano y la
imposibilidad de reagrupar sus piezas
Empecé a fijarme en los
cuerpos porque eran suficientes, plenos y proporciones bien
distribuidas, con sus sentidos despiertos, el diseño de los dedos,
la forma de las caderas, el color de la piel y el brillo de los ojos.
Tal vez todos nosotros somos
la representación abstracta del diseño universal, que sus mejores
cualidades están repartidas en cada uno de nosotros, que somos
piezas de ese gran rompecabezas de la belleza humana. Eso me di
cuenta cuando vi pasar a una pareja mientras iba saliendo de la
oficina. La forma como se miraban, las cuidadosas manos de ella
rodeaban el esculpido torso de él, sus labios carmesí que besaban
el perfil griego y su rostro moreno. Quería decirles lo lindos que
se veían e incluso invitarlos a almorzar, pero al final desistí.
Mi segundo intento fue con una
pelirroja de ojos azules que estaba trotando en un parque, me dijo
que en promedio le dedicaba cuarenta minutos diarios en hacer
ejercicio, tomar agua y comer carnes poco condimentadas, lo mismo
paso con un chico de cabello largo y brazos fornidos que su
entrenamiento eran los malabares callejeros que hacía para conseguir
su sustento. Cada persona me veía como alguien que sería capaz de
escucharlos mientras sostienen un vaso, se ajustan los cordones de
los zapatos o buscan el dinero para pagar la factura. Eran
movimientos limpios, coordinados que a pesar de ser improvisados, el
cuerpo no mostraba ningún afán y me hacían creer que controlaban
sus tensiones. Al final, siempre era yo el que terminaba la
conversación.
Mi curiosidad por esos
detalles se hacían más fuertes como también la rápida decepción
por sus defectos anexos: sudores, manchas, olores y lagrimeos. Mi
obsesión y mis intentos por descifrar ese enigma corporal me
terminaban frustrando; no importa con quienes hablaba, cada noche
despertaba rodeado de sueños desfigurados y piezas mal encajadas que
mi rabia tiraba al suelo y
que precipitadamente volvía a
reagrupar en mi convicción por disolver el cotidiano caos que nos
rodea.
Al final me di cuenta que la
perfección humana es un eufemismo, una estafa de la estética y su
mala ponderación de expectativas y deseos. Mire usted señor agente,
mi madre tenía razón: notros nacemos incompletos, la vida no es
suficiente para reacomodarnos… ya estábamos desarmados desde
siempre.
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