Cuarto concurso de cuento corto: Madre Gallinazo






Madre Gallinazo

Lázaro terminó de afeitarse y se dirigió al comedor. Pero en las escaleras encontró al capitán Bruno Bonfante atareado con dos cajas. El anciano le agradeció por subirlas hasta la cubierta. Contenían una colección de porcelanas árabes para su esposa: el capitán Bruno Bonfante ya tenía la edad de la jubilación y este era su último viaje a bordo del Big Viking. Aprovechó su descanso para brillar y empacar las porcelanas de modo que el océano no las estropeara. Eran tiempos difíciles. El Golfo de Adén se había convertido en una zona roja por las tensiones nucleares en la península arábiga; una escalada militar motivada por las últimas reservas de petróleo.


Lázaro se asomó al océano y pensó en Noa. Estaba convencido de que la encontraría en el próximo puerto. El capitán lo interrumpió para mostrarle un camello de porcelana, pero en ese instante un rayo blanco atravesó el horizonte y encegueció con un manto de luz el universo visible alrededor del Big Viking. Cuando abrió los ojos, Lázaro estaba rodeado de enfermeras. Todo era blanco. Las enfermeras se retiraron y entró Noa. Lázaro se incorporó y experimentó un mareo. Noa lo alivió con una medicina, le dio el beso del reencuentro y lo llevó a recorrer el edificio. La miraba intensamente. ¿Dónde estaría su hijo?


Noa le contó que el buque había atravesado una tormenta y había encallado cerca de la isla con el petróleo a salvo. Encontraron siete tripulantes muertos a tiros; los enterraron en la colina. Lo más probable, dijo, es que algún traidor con un cargo importante en la tripulación hubiera desviado el rumbo, desconociendo el clima, para entregarles el petróleo a los piratas. Lázaro se aferró a Noa. Ella le dio la medicina, lo arrastró a un jardín solitario y tuvieron sexo bajo las palmeras, como en los viejos tiempos. La última vez que se despidieron, Noa estaba embarazada. Le había jurado amor a Lázaro, pero luego desapareció y él se cansó de enviarle cartas y buscarla en los puertos del Mar Rojo. Abrazados debajo de las palmeras, Noa le dijo que había sospechas de que el capitán Bruno Bonfante era el traidor y, por lo tanto, el culpable del accidente.


Lázaro fue a confrontarlo. Lo encontró rodeado de enfermeras, con la cabeza y las piernas vendadas. Lázaro no pudo hablar. El capitán Bruno Bonfante le gritó como un loco que
abriera los ojos y despertara. Reacciones postraumáticas, explicó Noa mientras le preparaba una medicina. Entonces Lázaro se escabulló al cementerio de la colina. Las lápidas eran piedras sin inscripciones. Desde allí se veía el Big Viking varado en la marea baja. ¿Por qué no recordaba nada sobre la tormenta? ¿Qué quiso decir el capitán Bruno Bonfante con sus súplicas desesperadas? ¿Cómo había llegado Noa hasta esa isla? Lázaro escuchó por detrás sus pasos. Sin girarse, nombró por primera vez a su hijo. Ella le contó que estaba en una escuela en Egipto y que se llamaba Luciano, tal y como él lo había deseado en una carta. Lázaro se estremeció.


Esa carta no existe. Yo la rompí. Nunca la envié.


Noa se apresuró a ponerles flores a las tumbas. Los ojos atónitos de Lázaro la siguieron y, cuando ella quiso darle la medicina, él la detuvo de un impulso. Noa comenzó a llorar. ¿Espía del gobierno? ¿Suplantadora? ¿Era Noa?


Eres mi hijo y mi bondad te abraza —le dijo ella.


El Big Viking estaba intacto. Lo vio por última vez y de un empujón se desembarazó del abrazo de Noa. Lázaro despertó y levantó su cuerpo decrépito a través de las tinieblas de un gran cascarón de huevo. Las alas de Madre Gallinazo, como un avión alucinante, lo resguardaban del cielo ceniciento. Se sintió vigilado por dos altos puntitos rojos. Dio un paso y percibió el olor: Madre Gallinazo y sus hijos reposaban sobre una isla flotante de cadáveres. La barba lo mantenía con calor. Cuando el ave desplegó sus plumas, Lázaro pudo ver más allá del cascarón: el Big Viking naufragado en un cementerio de barcos, petróleo en vez de agua y el eco de un silbido blanco y remoto.

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