Lázaro
terminó de afeitarse y se dirigió al comedor. Pero en las escaleras
encontró al capitán Bruno Bonfante atareado con dos cajas. El
anciano le agradeció por subirlas hasta la cubierta. Contenían una
colección de porcelanas árabes para su esposa: el capitán Bruno
Bonfante ya tenía la edad de la jubilación y este era su último
viaje a bordo del Big
Viking.
Aprovechó
su descanso para brillar y empacar las porcelanas de modo que el
océano
no las estropeara. Eran tiempos difíciles. El Golfo de Adén se
había convertido en una zona roja por las tensiones nucleares en la
península arábiga; una escalada militar motivada por las últimas
reservas de petróleo.
Lázaro
se asomó al océano y pensó en Noa. Estaba convencido de que la
encontraría en el próximo puerto. El capitán lo interrumpió para
mostrarle un camello de porcelana, pero en ese instante un rayo
blanco atravesó el horizonte y encegueció con un manto de luz el
universo visible alrededor del Big
Viking.
Cuando abrió los ojos, Lázaro estaba rodeado de enfermeras. Todo
era blanco. Las enfermeras se retiraron y entró Noa. Lázaro se
incorporó y experimentó un mareo. Noa lo alivió con una medicina,
le dio el beso del reencuentro y lo llevó a recorrer el edificio. La
miraba intensamente. ¿Dónde estaría su hijo?
Noa
le contó que el buque había atravesado una tormenta y había
encallado cerca de la isla con el petróleo a salvo. Encontraron
siete tripulantes muertos a tiros; los enterraron en la colina. Lo
más probable, dijo, es que algún traidor con un cargo importante en
la tripulación hubiera desviado el rumbo, desconociendo el clima,
para entregarles el petróleo a los piratas. Lázaro se aferró a
Noa. Ella le dio la medicina, lo arrastró a un jardín solitario y
tuvieron sexo bajo las palmeras, como en los viejos tiempos. La
última vez que se despidieron, Noa estaba embarazada. Le había
jurado amor a Lázaro, pero luego desapareció y él se cansó de
enviarle cartas y buscarla en los puertos del Mar Rojo. Abrazados
debajo de las palmeras, Noa le dijo que había sospechas de que el
capitán Bruno Bonfante era el traidor y, por lo tanto, el culpable
del accidente.
Lázaro
fue a confrontarlo. Lo encontró rodeado de enfermeras, con la cabeza
y las piernas vendadas. Lázaro no pudo hablar. El capitán Bruno
Bonfante le gritó como un loco que
abriera
los ojos y despertara. Reacciones postraumáticas, explicó Noa
mientras le preparaba una medicina. Entonces Lázaro se escabulló al
cementerio de la colina. Las lápidas eran piedras sin inscripciones.
Desde allí se veía el Big
Viking
varado en la marea baja. ¿Por qué no recordaba nada sobre la
tormenta? ¿Qué quiso decir el capitán Bruno Bonfante con sus
súplicas desesperadas? ¿Cómo había llegado Noa hasta esa isla?
Lázaro escuchó por detrás sus pasos. Sin girarse, nombró por
primera vez a su hijo. Ella le contó que estaba en una escuela en
Egipto y que se llamaba Luciano, tal y como él lo había deseado en
una carta. Lázaro se estremeció.
—Esa
carta no existe. Yo la rompí. Nunca la envié.
Noa
se apresuró a ponerles flores a las tumbas. Los ojos atónitos de
Lázaro la siguieron y, cuando ella quiso darle la medicina, él la
detuvo de un impulso. Noa comenzó a llorar. ¿Espía del gobierno?
¿Suplantadora? ¿Era Noa?
—Eres
mi hijo y mi bondad te abraza —le dijo ella.
El
Big
Viking
estaba intacto. Lo vio por última vez y de un empujón se
desembarazó del abrazo de Noa. Lázaro despertó y levantó su
cuerpo decrépito a través de las tinieblas de un gran cascarón de
huevo. Las alas de Madre Gallinazo, como un avión alucinante, lo
resguardaban del cielo ceniciento. Se sintió vigilado por dos altos
puntitos rojos. Dio un paso y percibió el olor: Madre Gallinazo y
sus hijos reposaban sobre una isla flotante de cadáveres. La barba
lo mantenía con calor. Cuando el ave desplegó sus plumas, Lázaro
pudo ver más allá del cascarón: el Big
Viking
naufragado en un cementerio de barcos, petróleo en vez de agua y el
eco de un silbido blanco y remoto.
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