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Cuarto concurso de cuento corto: PUESTOS DE CONTROL



PUESTOS DE CONTROL

Miralo, Rosario. Está todo el día fumando y trayendo peladas, decía Genaro desde su mecedora estratégicamente ubicada junto a la ventana. La pareja de ancianos solía reposar después del almuerzo en la sala, con el radio mal sintonizado, hasta quedarse dormidos. Él, viendo por la ventana. Ella leyendo periódicos de años atrás que terminaban siendo de hoy por su progresiva pérdida de memoria. Este barrio siempre ha sido decente, Rosario, no me voy a aguantar esta decadencia, ¿me oís? Pero Rosario había estado leyendo la sección de clasificados y ahora soñaba que dormía después de almuerzo en una casa que arrendaban a dos cuadras.

Tomás había llegado hace dos meses por un traslado que venía evitando, pues ya le encontraba el gusto a Bogotá y al teletrabajo. Llegó a Cali con Alejandra, que no empacó mucho pensando que se quedarían debido a su reciente estabilidad laboral y tolerancia al frío de los clientes. Fue motivo de pelea las noches en las que Alejandra no salía a consolar penas en su vientre, pero lo único que cambiaba eran las fases lunares, pues Tomás era un joven chapado a la antigua y la mujer debía seguir al hombre de la casa. Además, es necesario resaltar la habilidad de Tomás con las palabras y su forma de seducir inclusive en medio de una discusión, que solían acabar piernas consumidas y colillas todavía temblorosas. Tomás, ¿usted ya vio ese viejito que nos mira desde la casa del otro lado de la calle? En las madrugadas cuando vuelvo de trabajar intento saludarlo y le sube a ese radio rancio que ni logra entenderse qué suena.

Una tarde, en la que Alejandra ya había salido, don Genaro se sentó con su café en la ventana, sintonizó, dentro de lo posible, el radio que su papá había dejado prendido el día que se tiró desde la Gobernación (tal vez por eso procuró encontrar un barrio con casas de una sola planta). Miró por la ventana con la esperanza de encontrar a Tomás frente a un espejo en la mesa, o a Tomás recogiendo los dedos de las manos y los pies desangrándose en otro cuerpo, o a Tomás derritiendo sus ojos y conteniéndose en un útero de sábanas gruesas, muy inapropiadas para este clima, pero solo halló a Tomás mirándolo fijamente, como si jamás hubiera hecho algo diferente. Pasaron un par de minutos, en puntillas, hasta que don Genaro parpadeó. ¡Rosario! Vení, que este culicagado me está retando. Traete los binoculares, vieja. Mientras Rosario los buscaba vio que comenzaba a llover, a mitad de julio, salió corriendo a entrar la ropa y, acostándose en la cama para comenzar a rezar, olvidó la crucial diligencia que le había sido asignada para la batalla que acababa de estallar. Alejandra había dejado una nota explicándole a Tomás que iba a tardar un poco, pidiéndole que regara las plantas, y agradeciéndole por la maleta en la que empacó todo y se devolvió a Bogotá.

El tiempo se hartó del hechizo en el que habían caído y, confundiéndolos con un par de árboles, por aburrimiento los abandonó. Inicialmente sentían que anclarse en las ventanas era la forma en la que podrían evitar ser espiados por el otro. Alejandra tenía razón con este viejo cacreco. ¿Se enamoró o qué? gritó Tomás, mientras notaba que, de hecho, podían seguir espiando la ropa que usaba cada uno. Rápidamente se desnudaron mientras tiraban las prendas contra las ventanas, esperando que el vidrio las absorbiera en una suerte de velo protector, pero simplemente cayeron al piso. Más horas de miradas filosas y ojos secos. Un escalofrío pasó por la cara de Genaro, Carajo, todavía tiene la casa para espiarme, toda la maldita casa. Ambos desaparecieron momentáneamente y volvieron con martillos demoledores. Pared por pared, las casas gritaban de dolor, todo al piso salvo los muros que pisaban las ventas. Retornaron a sus puestos de control detrás de los vidrios. Sin embargo, todavía podían seguir espiándose ellos. El sol comenzaba a salir pero se congeló, aterrado, cuando vio su reflejo en el cuchillo con el que Genaro se quitaba el primer pedazo de piel.


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