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VII Concurso del cuento corto, EL ÚLTIMO CAFÉ


–Dicen que con el tiempo uno va perdiendo la cabeza. Yo creo, más bien, que la cabeza va perdiendo la noción del tiempo–.  Pensaba un viejo ermitaño mientras terminaba de recoger leña.


–Hace mucho no sé qué fecha o qué hora es, solo sé que el día está por terminar porque el sol comienza a tocar aquella montaña a la que nunca he subido –continuaba diciéndole la voz del subconsciente.


Juntó algunos troncos más, los suficientes como para calentarse en la noche que presagiaba ser fría. Haciendo un gran esfuerzo, los montó sobre su espalda y tomó camino de regreso a casa. Atravesó el rio de siempre y cruzó la puerta de siempre. Encendió la chimenea y se acostó en la misma cama de siempre. Vivía en un modesto rancho, rodeado de terrenos baldíos, entre el olor a humedad y a sueños oxidados. Su vida solitaria lo había mantenido a salvo del egoísmo de la gente, pero una creciente debilidad se acentuaba en su cuerpo día tras día y la sensación de insatisfacción le había hecho ulcera en el estómago. Nada lo salvaba de su propio egoísmo. Estaba más viejo, más solo que nunca.


La mañana siguiente se despertó con el barullo de la tormenta y un mal presentimiento caminándole la piel. Se sintió profundamente desorientado. Inhibido totalmente. Angustia, miedo. No cabía duda. Era su día, el día de su muerte. Sentía el frio como puñaladas en los pies. Afuera todo estaba mojado, todo era viento y bruma.


Llevo toda la vida viviendo aquí –comenzó la voz del subconsciente –. En una casa que ya no es mi casa, en un cuerpo que ya no es mi cuerpo, y ahora moriré solo, como siempre estuve. Después de todo, más que ausencia de compañía, la soledad es un estado del alma. Supongo que un hombre solo está condenado a morir solo.


Luego de un rato la lluvia cesó. Poco a poco el día iba ganando resplandor. El viejo se paró con cierta dificultad y haciendo un gesto de indisposición se fue a buscar un abrigo. Abrió el armario. Entre tantos, escogió el mismo de siempre. Se dirigió a la cocina para preparar un poco de café. Tomó una taza y se puso frente a la ventana. Observaba en el cielo un tímido sol asomarse entre las nubes, mientras que en el suelo notó el reflejo iridiscente del rocío sobre el césped. Vio a los pájaros posarse sobre los árboles, a las mariposas volar de flor en flor. Estuvo por un buen rato contemplando aquel idílico paisaje. 


Fue entonces cuando decidió salir de su casa, dejando encerrada su insulsa historia. Caminó largas horas dirigiéndose hacia la montaña que por tantos años lo había atrincherado. Caminaba regresando la mirada de vez en cuando hasta que perdió de vista su antigua morada. En su avanzada no hubo pie para el cansancio, pues parecía que la montaña, al contrario de quitarle, lo proveía con nuevas fuerzas. Cada vez sentía más próxima la cima, y cada vez daba pasos con mayor ímpetu. Ver el sol ganándole la carrera hizo que reajustara su marcha hasta el punto en que casi estaba corriendo. Los últimos metros fueron un cataclismo de emociones. Tocó por primera vez la cumbre. Silencio, perplejidad. Un pueril sentimiento le inundó los parpados. Lagrimas desfilando por sus mejillas. Vio la vasta llanura orearse ante la luz crepuscular, que se iba desvaneciendo como se desvanecía su vida. Una sutil sonrisa se dibujaba en su rostro mientras sus fuerzas lo abandonaban. La noche cayó en sus ojos antes que en el firmamento y tendido en el suelo permaneció el solitario viejo, acompañado nada más que por una miríada de estrellas. 


 

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