–Dicen que con el tiempo uno va perdiendo la cabeza.
Yo creo, más bien, que la cabeza va perdiendo la noción del tiempo–. Pensaba un viejo ermitaño mientras terminaba
de recoger leña.
–Hace mucho no sé qué fecha o qué hora es, solo sé
que el día está por terminar porque el sol comienza a tocar aquella montaña a
la que nunca he subido –continuaba diciéndole la voz del subconsciente.
Juntó algunos troncos más, los suficientes como para
calentarse en la noche que presagiaba ser fría. Haciendo un gran esfuerzo, los
montó sobre su espalda y tomó camino de regreso a casa. Atravesó el rio de
siempre y cruzó la puerta de siempre. Encendió la chimenea y se acostó en la
misma cama de siempre. Vivía en un modesto rancho, rodeado de terrenos baldíos,
entre el olor a humedad y a sueños oxidados. Su vida solitaria lo había
mantenido a salvo del egoísmo de la gente, pero una creciente debilidad se
acentuaba en su cuerpo día tras día y la sensación de insatisfacción le había
hecho ulcera en el estómago. Nada lo salvaba de su propio egoísmo. Estaba más
viejo, más solo que nunca.
La mañana siguiente se despertó con el barullo de la
tormenta y un mal presentimiento caminándole la piel. Se sintió profundamente
desorientado. Inhibido totalmente. Angustia, miedo. No cabía duda. Era su día,
el día de su muerte. Sentía el frio como puñaladas en los pies. Afuera todo
estaba mojado, todo era viento y bruma.
Llevo toda la vida viviendo aquí –comenzó la voz del
subconsciente –. En una casa que ya no es mi casa, en un cuerpo que ya no es mi
cuerpo, y ahora moriré solo, como siempre estuve. Después de todo, más que
ausencia de compañía, la soledad es un estado del alma. Supongo que un hombre
solo está condenado a morir solo.
Luego de un rato la lluvia cesó. Poco a poco el día
iba ganando resplandor. El viejo se paró con cierta dificultad y haciendo un
gesto de indisposición se fue a buscar un abrigo. Abrió el armario. Entre
tantos, escogió el mismo de siempre. Se dirigió a la cocina para preparar un
poco de café. Tomó una taza y se puso frente a la ventana. Observaba en el
cielo un tímido sol asomarse entre las nubes, mientras que en el suelo notó el
reflejo iridiscente del rocío sobre el césped. Vio a los pájaros posarse sobre
los árboles, a las mariposas volar de flor en flor. Estuvo por un buen rato
contemplando aquel idílico paisaje.
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