El colchón de agua salada cubrió
el cuerpo de un hombre alto y robusto que yacía moribundo sobre la arena. No se
movió, tenía los brazos llenos de heridas sangrantes y sucias; su cara estaba
marcada por varios moretones que el sol del mediodía hacía ver rojos, tan rojos
que, si uno se acercaba, parecían coágulos de sangre a punto de reventar. La
desnudez de su cuerpo y la blancura de su piel no enmarcaban una diferencia
entre donde terminaba él y donde comenzaba la arena. Un cangrejo se paró sobre
su espalda después del golpe de la primera ola y le arrancó un pedazo de piel,
dejándole una costilla a la vista, la sangre se derramó por la arena, formando
un riachuelo que desembocaba en el mar. El cangrejo miró a todos lados,
chasqueo las pinzas para avisar al océano que el hombre estaba muerto y cuando
vio aproximarse la siguiente ola guardó el pedazo de carne en un rincón de su
caparazón y saltó.
Las olas se levantaron sobre el hombre moribundo.
La sangre de
la arena ya no estaba. El agua había entrado en su cuerpo por el hueco de su
costado, la sangre del hombre ya no era del todo sangre, ahora era también
océano. La costilla salida había desaparecido y en su lugar solo había un vacío
con vista a los pulmones y al corazón, que todavía palpitaba por el calor. La
tarde estaba impregnada del aroma del verano, de los colores cálidos que se
combinaban con el azul del cielo y terminan por expulsar esa viscosidad extraña
que suelen tener las costas. El hombre moribundo transpiraba, el aire se le
pegaba en todo el cuerpo y de tanto sudar daba la sensación de que aquel hombre
grande adelgazaba, que aquellos hombros prominentes se deshacían en un abrir y
cerrar de ojos y se mezclaban con la arena en forma de agua salada.
El hombre ya no era un hombre, y las olas lo acogieron
entre sus manos.
Una mujer que bañaba con sus dos hijos en la playa
apareció a unos metros, dejó a los niños parados a la orilla del mar y se
acercó a ver el cuerpo de aquel hombrecillo flaco y demacrado. Se arrodillo
frente a él y le tocó la cara con mucha delicadeza, como si tuviera miedo de
despertarlo de la muerte. Entonces le detalló el rostro, y en un acto de piedad
decidió extirparle los morados infectados de la cara que lo hacían ver
hinchado; los desechos de un rostro que en algún momento había sido hermoso quedaron
reducidos a pedazos de piel seca sobre la arena. Había pasado de ser un ser
bello a convertirse en algo sin facciones. La mujer se limpió las manos, no le
importaba mancharse de sangre, pues la pena que sentía por aquel ser era
gigante. Uno de sus dos hijos se había metido ya en el mar, el otro lo había
empujado, y en el desespero de sacarlo antes de que las olas rompieran de nuevo
en la playa, terminaron los tres lejos sumergidos en el océano salvaje.
El sol rompía en el horizonte y las olas arrastraban
al hombre.
Ni
costillas, ni piel, ni rostro; ya casi nada quedaba, todo se había convertido
en agua. Sobre la arena solo quedaba un pulmón, los dos riñones, un ojo, y de
todos ellos el único que funcionaba todavía era el corazón. Las olas mezclaron
la mayoría de lo que quedaba con arena y aquella masa extraña terminó también
en el mar. Entonces quedó solo una cosa sobre la tierra, que no tenía intención
de descomponerse. Palpitaba fuerte, desestabilizaba la marea, y el ruido
preciso de su movimiento era tan intenso que los animales huían. La playa debía
tomar una decisión, después de deshacerse casi por completo de aquel hombre, no
podían dejar huella del crimen cometido. El mar se enfureció, la marea creció,
el sol se sumergió debajo del agua y dejó paso a la soledad de la noche. Era
hora de limpiar.
Entonces
las olas enterraron el corazón bajo la arena.
Y
solo Dios sabe que nunca ha vuelto a existir una playa más serena.
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