A don Elocuente que siempre
tomaba café con mayor tranquilidad en la cafetería de doña Gritos le llegaba a
sus oídos con gran fervor las voces de los señores Banales que se encontraban
hablando cerca de la mesa, acerca de un tal pueblo del silencio circunstancial.
Las palabrotas “silencio” y “pueblo” resonaban fuerte en el interior de don
Elocuente, mas fuerte que la cafeína que ingería, pues creía que un sitio como
el aquel mencionado ya había caducado.
Don Elocuente cuya vida en su
presente la pasaba en la ciudad del ruido circunstancial por razones poco
meritorias pero discutibles, veía la opción de tirar sus cosas por la ventana y
salir por el techo gritando a marchas hacia ese tal pueblo. Después de una
larga reflexión sentado en su silla de madera junto a su perro don Pulgoso
decidió emprender la huida.
Vendió una inimaginable cantidad
de cosas cochambrosas a fin de sacarle provecho a su esencia (y para deshacerse
de ellas claro). Entre ellas una minimesa de billar futurística debido a que
sus hoyos o rotos contaban mas de cinco, una lampara que prendía a punta de
remiendas y una silla de madera que tenía la ausencia de una de sus patas.
El automotor de don Elocuente
después de media hora de intentos de arrancar lo logra. Don Elocuente, don
Pulgoso y sus cosas menos innecesarias se dirigían al pueblo del silencio
circunstancial.
Cinco caballos, treinta vacas,
más de cincuenta gallinas y muchos perros y gatos tuvo que pasar don Elocuente
para llegar a un arrabal del pueblo del silencio, pero resulta que de silencio
no tenía nada, así que preguntó a un don Confuso que estaba en una mecedora más
vieja que la silla de madera que llevaba don Elocuente consigo, sobre si se
encontraba en dicho pueblo. Con un carrasposo grito le dejó claro que siguiera
para adelante, que del silencio aún se encontraba lejos.
Se hizo la noche y don Elocuente
que seguía en carretera no tenía ni idea de dónde se encontraba, estaba ya
somnoliento por divagar tanto en encontrar un indicio de aquel pueblo. Un
indicio que estaba en sus oídos... el silencio. Es entonces cuando supo que
estaba cerca, debía de encontrarse con un pueblo muy pronto, pero para su
sorpresa solo encontró una casa de madera abandonada, ya un poco vieja,
empolvada, totalmente oscura, cubierta de hojas provenientes de los arboles de
los que estaba rodeada.
Aunque el lugar parecía desolado
y olvidado, a don Elocuente le pareció el refugio perfecto para encontrar la
tranquilidad que tanto anhelaba. Dejó a don Pulgoso explorar el jardín lleno de
hojas secas y decidió entrar en la casa en busca de resguardo. Dentro de la
casa, encontró muebles cubiertos de polvo y telarañas que parecían haber estado
allí durante años. A pesar de la oscuridad reinante, don Elocuente se sintió en
paz.
Mientras don Elocuente se
acomodaba en una silla de madera que encontró en el salón, unos grillos en la
ventana manifestaban su incesante canto. Aquel ruido, aunque constante, no
parecía molestarlo. En cambio, se sumergió en él, como si fuera la melodía de
su retiro del bullicio de la ciudad.
Con el paso de las horas, el
cansancio de su largo viaje y la tranquilidad del lugar lo envolvieron. Don
Elocuente cerró los ojos y se dejó llevar por el sonido de los grillos. Los
grillos en la ventana hicieron que las sombras de la noche lloraran junto a
ellos, pero don Elocuente no sintió miedo ni tristeza. Los grillos, agotados
por su esfuerzo, dejaron de cantar. El silencio se apoderó de la noche.
Don Elocuente, en su sueño
tranquilo, nadó en ese sonido de la noche, un silencio que parecía lleno de
recuerdos y promesas. Los grillos murieron, pero no por una causa en
particular, sino por haber compartido su último canto con un visitante que
finalmente encontró la paz en el pueblo del silencio circunstancial.
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