Alguna vez existió un rey que a
los indignos sentó a su mesa, un gran rey que mojó el pan junto a su traidor y
con la prostituta comió sin pudor. Mi rey, levantó al ladrón y de nueva ropa lo
vistió, su majestad dejó el trono, la mesa de oro y el ejército de criaturas
sublimes, por un miserable pordiosero. Nada hubo en este desvalido para
ofrecerle, ¿por qué ensucia su copa con los labios de un ruin mentiroso?, su
bendito vino humedece los labios y empapa el desierto del alma, ¿por qué
extenderle su mano? ¿por qué limpiar su ropa?
Ensanchó eternamente la mesa a
sujetos rotos de la peor calaña, perdidos y apartados, su mesa y todo cuanto
hay en ella les pertenece, nada hay tan valioso como para impresionarle y son
esos a los que les brinda la mejor parte. No tienen nada en las manos, va a
ellos por gracia, aun cuando no vuelven en gratitud. Y yo incluso en mi
descontento con su tan pródiga forma de ser, ¿quién soy para vituperar su
decisión? Un redimido más, de los pecadores el primero y quizá el peor, pero
entre más profundo mi hoyo, sobreabundante fue su gracia y perfecto su amor.
Bendito este rey de los imperfectos, insuficientes, rechazados de la elite y
marginados del mundo.
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