Era una fría noche de invierno.
La familia se había reunido alrededor de la chimenea después de la cena. Los
troncos crujían en el fuego y su calor reconfortaba el ambiente.
Los dos pequeños nietos
escuchaban embelesados las historias que su abuelo relataba una y otra vez. Las
aventuras de piratas, las leyendas de tesoros escondidos y los cuentos de
héroes los mantenían siempre al borde del asiento.
—Abuelito, abuelito, cuéntanos
otra vez cómo derrotaste a la temible bestia del pantano — pidió el nieto
mayor.
—No, mejor la de cuando
encontraste la ciudad perdida de los antiguos —lo interrumpió el segundo—. Esa
es mi favorita.
El abuelo sonrió con paciencia.
Había narrado esas historias centenares de veces, pero nunca se cansaba de ver
la emoción en los ojitos brillantes de sus nietos.
—Está bien, está bien. Les
contaré otra vez esas historias después. Pero ahora, ¿qué les parece si les
relato una nueva aventura?
—¡Siii! -gritaron los niños
entusiasmados.
— Está bien. Veamos —dijo el
abuelo mientras acariciaba su larga barba blanca—. Hace muchos, muchos años, en
una tierra muy muy lejana, existía una aldea donde todos sus habitantes tenían
la tez blanca como la nieve. Un día, una mujer dio a luz a un niño que se
destacaba entre todos, su piel era de color negro azabache.
Los aldeanos miraban al niño con
recelo y desconfianza. Los niños no querían jugar con él. "Es
diferente", decían. Incluso algunos adultos lo evitaban, creyendo que
traería mala fortuna al pueblo; le trataban como si fuese el mismo demonio.
Su madre, al ver todo lo que su
pequeño pasaba, siempre le decía: "No temas, eres especial. Eres la
evidencia que hay más cosas en el mundo de las que conocemos". Y le
contaba historias de tierras lejanas y gente maravillosa que seguro existía más
allá de las montañas.
Un día, la buena madre enfermó y
murió, dejando al niño solo ante las miradas hostiles del pueblo. El niño,
impulsado por las palabras de su madre, decidió partir en busca de esas tierras
donde lo aceptarían tal como era.
Caminó muchos días y noches.
Atravesó espesos bosques y profundos valles. Cuando estaba a punto de rendirse,
llegó al fin de lo que conocía, desde donde divisó un extenso territorio que se
extendía hacia el horizonte. Con gran emoción, descendió la montaña y se
adentró en aquellas nuevas tierras. Para su sorpresa, había personas con la
piel tan negra como la suya. Eran reyes sabios, guerreros valientes y
trabajadores felices que lo recibieron con alegría.
El niño se quedó a vivir con
ellos, descubriendo que no estaba solo. Que su piel negra era tan hermosa como
el ébano y tan fuerte como el acero. Que su sonrisa contagiaba la alegría de
vivir. Que su corazón lleno de bondad era un tesoro. Descubrió que él era
sabor, que él era vida, que era la fuerza revolucionaria de todo un pueblo. Él
era AFRES.
Los años pasaron y AFRES se
convirtió en el consejero de los reyes negros, siempre buscando la paz y la
justicia para todos. Las historias de sus viajes y aventuras se transmitieron
de generación en generación.
Y color de piel o no, todos
aprendieron que lo verdaderamente importante es la bondad dentro del corazón.
AFRES fue recordado por siempre como un héroe humilde pero valiente, que
encontró su lugar en el mundo.
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