Al despertar, vi a un monstruo en
una esquina de mi habitación, encorvado y mirando a la pared. Aunque esta era
la primera vez que veía algo semejante, su presencia no me inquietó. De hecho,
me resultó reconfortante e incluso algo familiar. Pronto dejé de verlo como una
figura extraña y empecé a verlo como un amigo, o más bien una mascota.
Sin embargo, su existencia me
seguía atrayendo. Me preguntaba de dónde venía o qué era. En general, se veía
como un humanoide de altura comparable a la mía, con piel fina que apenas se
agarraba al hueso, desnudo. Dicho así, parecería un simple anciano al borde de
la muerte, pero, la diferencia sustancial de esa criatura con un ser humano se
encontraba en su boca desprovista de dientes desproporcionadamente grandes, que
iba de oreja a oreja, formando una perpetua sonrisa que no coincidía con la
personalidad que imagine para él: un solitario tímido.
Con el tiempo, la novedad inicial
se desvaneció en mi cuarto y mi interés por él decayó. Tenerlo allí cada día se
volvió algo rutinario y sin importancia en mi vida. Fue entonces, cuando en
medio de una borrachera con mis amigos, me surgió una idea para sacar provecho
de mi ocupa.
Hice correr la voz, primero entre
amigos y luego en mi familia, y ellos, a su vez, se encargaron de propagarla
aún más. Pronto, todo el mundo supo del monstruo en mi habitación. Mi hogar
dejó de ser mío y se convirtió en el escenario de esa criatura. La gente acudió
en masas para verlo, y mi vida como la de mis seres queridos cambió por
completo.
Día tras día, multitudes se
congregaban dentro del circo que fue mi hogar. Algunos se sorprendían, otros lo
juzgaban y también hubo los que solo iban a burlarse de él, arrojándole
objetos. Me daba igual, lo importante era que nadie quedaba indiferente al
verlo.
Pero, con el tiempo, el ser que
fue mudo comenzó a llorar. Un día, sus lamentos sonaron con tal fuerza y
angustia que los clientes espantados huyeron del lugar. Incluso después de que
el llanto cesara, los clientes nunca regresaron; la novedad había pasado, y una
vez más estuve solo con el monstruo.
Mi vida no volvió a ser la misma.
Mis esfuerzos por recuperar una vida normal se vieron obstaculizados por el
estigma de ser conocido como “el dueño del monstruo”. Mis amigos, a quienes les
compartí inicialmente mi secreto, ahora enriquecidos por el acto que creamos,
me dieron la espalda. Me encontré recluso en mi nueva casa, repleta de asientos
y luces. Sintiéndome abatido me senté en una de las tantas filas y me quedé
viendo al monstruo día a día
Así, pasaron meses. Me acostumbré
tanto a la vida de aislamiento que el canto de los pájaros me comenzó a causar
dolor en los oídos y los rayos empezaron a quemar mi piel. El tiempo pasó, y
una mañana, dejé de verlo.
Ya no estaba a mi lado, mi único
amigo. La melancolía se apoderó de mí, y dado que en este punto sólo sabía
mirar en la dirección donde solía estar el monstruo, lo seguí haciendo pesé a
su ausencia. Me acerqué cada noche un poco más al lugar vació, debido a que mis
recuerdos sobre él se desvanecían, y seguí haciéndolo hasta que al final estuve
en el mismo lugar donde estuvo él.
El tiempo siguió avanzando y dejé
de querer moverme. Mi piel deshidratada se adhirió a mis huesos y mi ropa se
desintegró entre mis dedos. Sin embargo, me dio igual. Permanecí encorvado allí
más tiempo del que duró el circo que había creado, más tiempo del que cualquier
medida podría cuantificar. En algún momento, al despertar, me encontré frente a
la esquina de una pared que llegué a conocer muy bien.
Este lugar era mi hogar antes de
todo. Finalmente entendí la conexión entre nosotros. No pude evitar sonreír,
tanto que mis labios se rompieron dejando mi boca para siempre en esa
expresión. No me importaba. De nuevo estábamos juntos. Mi monstruo y yo.
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