VII Concurso del cuento corto, MONSTRUO EN LA HABITACIÓN

 


Al despertar, vi a un monstruo en una esquina de mi habitación, encorvado y mirando a la pared. Aunque esta era la primera vez que veía algo semejante, su presencia no me inquietó. De hecho, me resultó reconfortante e incluso algo familiar. Pronto dejé de verlo como una figura extraña y empecé a verlo como un amigo, o más bien una mascota.

 

Sin embargo, su existencia me seguía atrayendo. Me preguntaba de dónde venía o qué era. En general, se veía como un humanoide de altura comparable a la mía, con piel fina que apenas se agarraba al hueso, desnudo. Dicho así, parecería un simple anciano al borde de la muerte, pero, la diferencia sustancial de esa criatura con un ser humano se encontraba en su boca desprovista de dientes desproporcionadamente grandes, que iba de oreja a oreja, formando una perpetua sonrisa que no coincidía con la personalidad que imagine para él: un solitario tímido.

 

Con el tiempo, la novedad inicial se desvaneció en mi cuarto y mi interés por él decayó. Tenerlo allí cada día se volvió algo rutinario y sin importancia en mi vida. Fue entonces, cuando en medio de una borrachera con mis amigos, me surgió una idea para sacar provecho de mi ocupa.

 

Hice correr la voz, primero entre amigos y luego en mi familia, y ellos, a su vez, se encargaron de propagarla aún más. Pronto, todo el mundo supo del monstruo en mi habitación. Mi hogar dejó de ser mío y se convirtió en el escenario de esa criatura. La gente acudió en masas para verlo, y mi vida como la de mis seres queridos cambió por completo.

 

Día tras día, multitudes se congregaban dentro del circo que fue mi hogar. Algunos se sorprendían, otros lo juzgaban y también hubo los que solo iban a burlarse de él, arrojándole objetos. Me daba igual, lo importante era que nadie quedaba indiferente al verlo.

 

Pero, con el tiempo, el ser que fue mudo comenzó a llorar. Un día, sus lamentos sonaron con tal fuerza y angustia que los clientes espantados huyeron del lugar. Incluso después de que el llanto cesara, los clientes nunca regresaron; la novedad había pasado, y una vez más estuve solo con el monstruo.

 

Mi vida no volvió a ser la misma. Mis esfuerzos por recuperar una vida normal se vieron obstaculizados por el estigma de ser conocido como “el dueño del monstruo”. Mis amigos, a quienes les compartí inicialmente mi secreto, ahora enriquecidos por el acto que creamos, me dieron la espalda. Me encontré recluso en mi nueva casa, repleta de asientos y luces. Sintiéndome abatido me senté en una de las tantas filas y me quedé viendo al monstruo día a día

 

Así, pasaron meses. Me acostumbré tanto a la vida de aislamiento que el canto de los pájaros me comenzó a causar dolor en los oídos y los rayos empezaron a quemar mi piel. El tiempo pasó, y una mañana, dejé de verlo.

 

Ya no estaba a mi lado, mi único amigo. La melancolía se apoderó de mí, y dado que en este punto sólo sabía mirar en la dirección donde solía estar el monstruo, lo seguí haciendo pesé a su ausencia. Me acerqué cada noche un poco más al lugar vació, debido a que mis recuerdos sobre él se desvanecían, y seguí haciéndolo hasta que al final estuve en el mismo lugar donde estuvo él.

 

El tiempo siguió avanzando y dejé de querer moverme. Mi piel deshidratada se adhirió a mis huesos y mi ropa se desintegró entre mis dedos. Sin embargo, me dio igual. Permanecí encorvado allí más tiempo del que duró el circo que había creado, más tiempo del que cualquier medida podría cuantificar. En algún momento, al despertar, me encontré frente a la esquina de una pared que llegué a conocer muy bien.

 

Este lugar era mi hogar antes de todo. Finalmente entendí la conexión entre nosotros. No pude evitar sonreír, tanto que mis labios se rompieron dejando mi boca para siempre en esa expresión. No me importaba. De nuevo estábamos juntos. Mi monstruo y yo.


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