VII Concurso del cuento corto, Manchas de sangre en la sabana

 


Blanca reposaba en su cama, una preocupación constante acechaba su mente: sus hijos. A su alrededor gritaban insistentes “Mamá, tengo hambre”. Ya era mediodía, y llevaban dos días sin comer. Cinco niños dependían de ella, y el bebé que yacía a su lado izquierdo, estaba a punto de despertar y llorar. El implacable calor de Cali persistía, pero su cuerpo comenzó a congelarse cuando escuchó los golpes en la puerta. Nada la ponía más tensa que escuchar esos golpes, ninguna otra cosa tensionaba cada músculo de su cuerpo de esa forma. En ese momento, recordó la última vez que lo vio. Pensó que moriría en esa cama, con esas sábanas manchadas de sangre. Eran dos siluetas borrosas, la comadrona y él. Él dijo: "Ya vengo, voy a comprar la leche y cosas pal sancocho".

 

Una semana después, Blanca se levantó de aquella cama. A medida que se aproximaba a la puerta, su corazón latía con fuerza, pero esta vez era diferente. La tormenta se avecinaba y un resentimiento crecía en su interior. Durante mucho tiempo, ese resentimiento se había ido acumulando, mientras ella continuaba siendo sumisa a su presencia. No podía liberarse de él; ¿quién se haría cargo de los niños?

 

Agarró la manija de la puerta y la abrió. Ahí estaba él, hecho un desastre: zapatos embarrados, camisa fuera del pantalón, corbata desordenada, con cara de guayabo y un tufo insoportable.

 

"¿No estás contenta de verme? Traje gallina y papas de la tierrita... las que nos gustan", le dijo acercándose para besarla.

 

Blanca sintió repugnancia; el odio empezó a correr por sus venas.

 

"¡Esto es un pollo! ¡Un pollo! Ni siquiera te das cuenta de la diferencia. Si por vos fuera, nos morimos de hambre", explotó. Las palabras comprimidas en su pecho finalmente encontraron salida. La sangre no solo hervía en ella, sino también en él.

 

"Más te vale que cocines, malagradecida. El niño nació llorón. ¡Camilo!", gritó, llamando a su hijo mayor, quien cargaba al bebé en brazos.

 

"¿Y vos quieres que el niño no llore? ¡No tenemos comida! Los he alimentado a base de bienestarina y lo poco que nos dio la vecina", replicó Blanca.

 

Él se sentó en una vieja silla de madera junto a la mesa. Blanca notó una mancha de labial rojo en su cuello, una mancha que no era nueva. El bebé seguía llorando. Blanca estaba inmersa en sus pensamientos, en los recuerdos de todas las humillaciones que él nunca intentó ocultar.

 

"Sinvergüenza, asqueroso. Sos lo peor que me ha pasado en la vida, cerdo inmundo. Te odio", le soltó.

 

Fue entonces cuando él la golpeó en la cara. Blanca, con su cuerpo frágil y debilitado por la falta de comida, cayó al suelo. Camilo seguía tratando de calmar al bebé, pero madre e hijo estaban descontrolados.

 

"¿Dónde está?", preguntó él dirigiéndose a la habitación.

 

Ella no respondió, pero Camilo, con el bebé en brazos y sin saber qué podía pasar, dijo: "Yo no sabía..."

 

"¿Dónde está?", repitió desesperado.

 

"En..."

 

"¡Camilo!", exclamó su madre fuertemente, impidiendo que él escuchara la respuesta. El calor y la tensión en la casa aumentaron. Blanca, impulsada por la ira y el resentimiento, se precipitó hacia él cuando se dio cuenta de que iba a entrar en la habitación para tomar al niño. Con sorprendente rapidez, agarró un tenedor y se lo clavó en el brazo. Él estaba sorprendido, pero también aterrado.

 

“Me las vas a pagar”, fue lo único que dijo antes irse.

 

Sobre la mesa de cemento quedaba la mitad de una bolsa de bienestarina y un trozo de panela. En el lavaplatos, una bolsa de papas y un pollo cubierto de tierra. Las niñas ya no se escondían en el patio; habían dejado de rezar, estaban sentadas sobre aquellas sábanas que con nuevas manchas de sangre no volverían a ser blancas nunca más.


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