Blanca reposaba en su cama, una
preocupación constante acechaba su mente: sus hijos. A su alrededor gritaban
insistentes “Mamá, tengo hambre”. Ya era mediodía, y llevaban dos días sin
comer. Cinco niños dependían de ella, y el bebé que yacía a su lado izquierdo,
estaba a punto de despertar y llorar. El implacable calor de Cali persistía,
pero su cuerpo comenzó a congelarse cuando escuchó los golpes en la puerta.
Nada la ponía más tensa que escuchar esos golpes, ninguna otra cosa tensionaba
cada músculo de su cuerpo de esa forma. En ese momento, recordó la última vez
que lo vio. Pensó que moriría en esa cama, con esas sábanas manchadas de
sangre. Eran dos siluetas borrosas, la comadrona y él. Él dijo: "Ya vengo,
voy a comprar la leche y cosas pal sancocho".
Una semana después, Blanca se
levantó de aquella cama. A medida que se aproximaba a la puerta, su corazón
latía con fuerza, pero esta vez era diferente. La tormenta se avecinaba y un
resentimiento crecía en su interior. Durante mucho tiempo, ese resentimiento se
había ido acumulando, mientras ella continuaba siendo sumisa a su presencia. No
podía liberarse de él; ¿quién se haría cargo de los niños?
Agarró la manija de la puerta y
la abrió. Ahí estaba él, hecho un desastre: zapatos embarrados, camisa fuera
del pantalón, corbata desordenada, con cara de guayabo y un tufo insoportable.
"¿No estás contenta de
verme? Traje gallina y papas de la tierrita... las que nos gustan", le
dijo acercándose para besarla.
Blanca sintió repugnancia; el
odio empezó a correr por sus venas.
"¡Esto es un pollo! ¡Un
pollo! Ni siquiera te das cuenta de la diferencia. Si por vos fuera, nos
morimos de hambre", explotó. Las palabras comprimidas en su pecho
finalmente encontraron salida. La sangre no solo hervía en ella, sino también
en él.
"Más te vale que cocines,
malagradecida. El niño nació llorón. ¡Camilo!", gritó, llamando a su hijo
mayor, quien cargaba al bebé en brazos.
"¿Y vos quieres que el niño
no llore? ¡No tenemos comida! Los he alimentado a base de bienestarina y lo
poco que nos dio la vecina", replicó Blanca.
Él se sentó en una vieja silla de
madera junto a la mesa. Blanca notó una mancha de labial rojo en su cuello, una
mancha que no era nueva. El bebé seguía llorando. Blanca estaba inmersa en sus
pensamientos, en los recuerdos de todas las humillaciones que él nunca intentó
ocultar.
"Sinvergüenza, asqueroso.
Sos lo peor que me ha pasado en la vida, cerdo inmundo. Te odio", le
soltó.
Fue entonces cuando él la golpeó
en la cara. Blanca, con su cuerpo frágil y debilitado por la falta de comida,
cayó al suelo. Camilo seguía tratando de calmar al bebé, pero madre e hijo
estaban descontrolados.
"¿Dónde está?",
preguntó él dirigiéndose a la habitación.
Ella no respondió, pero Camilo,
con el bebé en brazos y sin saber qué podía pasar, dijo: "Yo no
sabía..."
"¿Dónde está?", repitió
desesperado.
"En..."
"¡Camilo!", exclamó su
madre fuertemente, impidiendo que él escuchara la respuesta. El calor y la
tensión en la casa aumentaron. Blanca, impulsada por la ira y el resentimiento,
se precipitó hacia él cuando se dio cuenta de que iba a entrar en la habitación
para tomar al niño. Con sorprendente rapidez, agarró un tenedor y se lo clavó
en el brazo. Él estaba sorprendido, pero también aterrado.
“Me las vas a pagar”, fue lo
único que dijo antes irse.
Sobre la mesa de cemento quedaba
la mitad de una bolsa de bienestarina y un trozo de panela. En el lavaplatos,
una bolsa de papas y un pollo cubierto de tierra. Las niñas ya no se escondían
en el patio; habían dejado de rezar, estaban sentadas sobre aquellas sábanas
que con nuevas manchas de sangre no volverían a ser blancas nunca más.
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