Las horas vienen en pares.
Siempre en pares. Un reloj roto da la hora correcta dos veces al día.
-Lo mismo darían las nueve de la
noche, que las tres de la madrugada.-
Susurro, para poder romper un
poco el silencio, el silencio eléctrico, el silencio cristalino de concreto y
mármol. Al menos dentro de mi cráneo.
Me arremolino de nuevo en el
ínfimo sillón marrón y me volteo de lado, para poner de nuevo la vista a través
del inmenso ventanal. Verdaderamente inmenso habría de ser.
La primera vez que me deslumbró,
tuve ojos y cabeza hacia arriba, hasta la cima, y aún así fui obligado a
enderezar la columna para medir la longitud de aquella magnífica pieza.
-Al menos unas diez vidas de
alto.-
El cristal fluía, siguiendo la
forma ondulada del cielo raso, siguiendo sus visos azulados y plateados, como
el mar luego de ponerse el sol, pero en esos instantes en que aún se vislumbran
las olas. Con el pequeño brillo que se ha quedado atrapado entre las nubes y la
brisa cálida.
Suspiro.
No había visto el mar, al menos
no enterrando los dedos de los pies en la arena húmeda, como pequeños
cangrejos. Al menos no, desde hacía unos veinte años. Veinte años, que para
cualquiera podrían haber sido una vida entera. Veinte años siendo alimaña arremolinada
en este sillón de primera clase.
Desde el atardecer enrumbado de
las olas, el ventanal era un pedazo de vacío, puesto en este rincón del mundo
siempre tan lleno de cosas. Era un agujero sin fin, sin forma de llenarse. Con
ganas de tragarse el mundo ingenuo. Empezando por...
-mi-
Sin darme cuenta ocurrió en voz
alta. Siempre había sido así, darían lo mismo las cuatro de la mañana que las
diez de la noche.
Un poco debajo del techo, abría
el cielo en cientos de estrellas. Rojas, azules, blanquecinas, parpadeantes, y
cegadores. Encontrándose con mis ojos perdidos. Las amarillas caminan una tras
de otra, danzando, esperando su turno, una y otra vez, girando y girando. Al
compás de las manecillas del maldito reloj, pero sin importar a dónde
apuntasen.
-Llevan horas así, y nada ha
cambiado.-
Darían lo mismo las cinco que las
once.
Hacia el borde inferior, al borde
del infinito ventanal, chocan de nuevo los vacíos. Daba lo mismo la tierra que
el cielo. Lo mismo que el asfalto, helado, cansado de tanto pie extranjero, de
tanto zapato extraviado, de tantos pasos con ganas de irse, de volver, de
llegar. De estar en otro lado menos acá. Debe ser agotador, tan emperifolladas
las columnas, tan maquillados los avisos, tan vistosos los carteles y tan
engrandecidos los ventanales. Para que todos quieran estar en otros lugares.
-Dónde sea, menos aquí.-
Me deslizo un poco más hacia
abajo en el sillón. Con la cabeza casi completamente horizontal sobre el borde
enmaderado, que crujió en un quejido.
Sobre mí una del millar de
lámparas pálidas, como flor de Venus para una mosca, como trampa para mis
retinas. De ahí el silencio eléctrico. El zumbido de ese filamento. El zumbido
del millar de moscas gigantescas que quedarán atrapadas en este lugar, en este
cuero. Aquí, sin poder moverse, por unas horas, unos días, unos meses. Sin
poder volar, como el resto.
Unos pasos irrumpieron en la sala
de espera. Otro traje impoluto. Otra sonrisa aún sin cansarse, otros zapatos
extranjeros, otras ganas de salir de aquí.
Otro hombre vuelto mosca. Otro en
el atrapamoscas.
El hombre levantó la bocina del
teléfono. Una voz iracunda le empezó a canturrear. Amanecía de un color rojizo
en sus mejillas, que al escalar el sol se extendió a sus orejas. Furioso de
amanecer, inhaló una brisa mañanera, y resopló en un ventarrón.
-¡Es obvio que sigo aquí, ¿no
ves?! Estoy aquí pues no estoy allá.-
Era obvio, siempre había sido
así.
Me pongo de pie. Era hora de mi
vuelo. Cómo si no hubiese sido siempre así. No importa cuándo me levantase,
sólo podía haberme levantado a esta hora.
No estoy allá, dado que aún estoy
aquí.
En el principio del día, y el
final de la noche, lo mismo darían las seis que las doce.
Comentarios
Publicar un comentario
Tus comentarios enriquecen nuestra Biblioteca ¡Gracias por Visitarnos!