-No estamos en casa, en la
madrugada se metieron y nos llevaron, no sabemos dónde estamos. –Dijo mi mamá
del otro lado del teléfono–.
-¡¿Qué?! ¿Quiénes? –Me sudaba la
frente, me temblaban las manos y tartamudeaba–.
-Llegaron unos negros, no sé
quiénes son, ni qué quieren, rodearon el barrio y nos están llevando a todos en
unos camiones. Nos están inyectando una pepa azul en el hombro, tengo mucho
miedo. –El ruido de la otra línea me hacía perderme en la conversación, mamá me
hablaba diciendo cosas ininteligibles hasta que la señal se perdió y el
teléfono colgó–.
- ¡Hijueputa! Yo tenía que estar
en la casa, marica ¿qué hago?
- Verónica, no es su culpa, antes
agradezca que se quedó a dormir en mi casa y tiene cómo contar esto para saber
qué hacer.
- ¿Cuál saber qué hacer? No tengo
ni idea, dónde busco, a quién le hablo.
- Llame a la policía y dé la
dirección, de pronto pueden rastrear el celular de su mamá.
- Esos tombos de qué van a
servir, no hacen ni mierda.
- Entonces ¿qué piensa hacer?
No tuve tiempo de responder
cuando salté de la cama, y con mis tres horas de sueño, me puse los tenis y
salí de la casa rápidamente. Cuando llevaba más de dos cuadras, me percaté de
que estaba con un short de pijama y sólo tenía puesto un top en la parte del
torso, esas pijamadas con amigas lo dejan sin raciocinio. Aunque eso era lo que
más me faltaba en ese momento, estaba en camino a mi barrio donde probablemente
me encontraría escenas violentas y crudas de las que no podría escapar, pero
era mi gente, mi calle ¿qué otra opción tenía?
Luego de algunos minutos
corriendo, noté el aviso de madera desgastada y escrita con letra de cuchillo
“Cuenca linda” llegando al barrio. El silencio me aturdió irónicamente, ya no
había nadie. Pasé el corto sendero de piedra y entré al callejón para dirigirme
a mi casa. La bicicleta de mi papá no estaba, no había ropa colgada en el
patio, el frasco de la panela, del arroz y de las lentejas estaba vacío.
-¡Puta! –Grité–. No me ladró el
perro de doña Ceci, probablemente la tienda de don Gato estaba hurtada, los
niñitos de al frente no me estaban molestando con su algarabía ni con el rebote
del balón pegándole a mi puerta, ya no iba a hacerle trencitas a Yeyi para ir
al colegio, ni mi mamá me iba a hacer colada para cuando me fuera a trabajar.
Me despedí de mis papás diciendo que me quedaba a dormir donde mi mejor amiga,
que mañana volvería, pero ahora me toca despedirme para siempre.
Me puse a llorar de la rabia,
jalándome el cabello y apretando los ojos pidiendo que todo fuera mentira. Sin
embargo, me interrumpió el sonido de unos pasos acercándose a la entrada. Me
escondí detrás del mesón de la cocina y me acomodé en posición fetal. -Padre
nuestro, que estás en el cielo... –rezaba en medio de susurros y sollozos–.
De un portazo entraron, percibí
la voz carrasposa de tres hombres, pisada imponente. Rodearon el patio,
revisaron la sala. Llegaron a la cocina.
-¿Usted quién es? –Me sorprendió
un muchacho afro, alto, y fornido; estaba sin camiseta y armado.
Se asomaron los otros dos hombres
y me agarraron bruscamente de los brazos.
-Por favor, no me hagan nada,
estoy buscando a mis papás.
-Ahora todos son santos. Todo
este barrio está plagado de gente blanca, igual de pobre que uno, pero aun así
los que comen mierda somos nosotros.
-Somos del mismo lado, colabore.
-¡Cállese! –me cacheteó–. Esto
acá por la tarde mantiene lleno de tombos cuidando, nosotros si nos toca a
punta de machete defender. –Sacó de un bolsillo un filo con una pepa azul, me
forzaron a quedarme quieta para enterrarlo.
-¡Malparidos!...
...-¡Verónica! Despierte ¿por qué
grita? –Me sacudieron el brazo–.
-Ay. Soñé algo horrible, amiga.
-Por la mañana me cuenta... Ve,
hay una mancha rara en tu hombro. Ah, otra cosa, tiene una llamada perdida de
su mamá.
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