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VII Concurso del cuento corto, EL GUARDIAN PRIMITIVO


 

Le gustaba contemplar el camino que seguían aquellos diminutos y tenaces insectos, la cautivaba el valor y la destreza que ponían en la misión de llevar comida a su colonia; si alguna especie sabía quintuplicar su peso en objetos a cuestas, era la hormiga ¡que admirable e inspiradora labor para esa niña que empezaba a descubrir el mundo! La ruta de las hormigas la llevaba a la base del tronco de un gran almendro malabar que le concedía magia a la casa de los abuelos, rincón humilde del mundo que sostenía la vida de Silvia, una niña soñadora. El maravilloso árbol del antejardín, rodeado por un muro de 60 centímetros de alto, era custodiado por un anciano quien fue carpintero, sastre, esposo y su amado abuelo. Silvia lo recordaba como el guardián de aquel pequeño y favorito jardín, donde construía alianzas entre amigos y nutría el alma con juegos; hombre noble que le ofrecía un cariño tan genuino que inspiraba en ella ternura y compasión, para tan hábil carpintero y sastre consagrado no había creación imposible y menos a petición de su nieta. Ella se debatía diariamente entre observar a Primitivo confeccionar trajes a medida en su máquina de coser o buscar la dulce almendra en la drupa producida por el árbol malabar ¡su estrategia era convertirse en toda una cavernícola que con piedra en mano obtenía su alimento entre risas! La amable presencia en forma de sombrilla del almendrón le daba ese aire especial y particular a la casa de los abuelos: era un deleite llegar a aquel rinconcito donde te rodeaban flores de muchas especies y colores, un refugio de cientos de bichos y de aquella niña que grabara esa imagen en su memoria como el más bello lienzo, sostenido por nobles manos.

 

El árbol iluminaba aquella casa donde en cada almuerzo era recurrente el reproche por la oscuridad que este causaba: y un día sin más, sería sometido a desaparición forzosa. Puesto que no solo los seres humanos padecían el atropello de su inherente maldad, la naturaleza gemía de dolor y les recordaría que quien olvida su poder está condenado a perecer. Una nefasta decisión –arrancar de raíz aquel ser vivo que nutría la casa–, daría paso al cemento como tapete de la necedad humana y tornaría gris el mundo de Silvia. La justificación principal de aquella decisión era evitar la presencia de “perros indeseados donde había tierra” y sin los frutos del almendrón que convocaba inigualables aventuras, ella empezó a crecer y a sentir la nostalgia de recuerdos que anhelaría olvidar y el rechazo del lugar al que ya no añoraba llegar. Inesperadamente la salud de su abuelo empezó a menguar, vivió lo que ella llamó el susurro de la muerte. Está, primero, restó la capacidad motriz de él con una fractura de cadera que le arrebató independencia y laboriosidad, la estrategia era debilitar el espíritu para socavar el cuerpo y ¡qué eficaz era en sus propósitos! Aunque Primitvo se recupera de aquella gran prueba y puede caminar nuevamente, empezó a perder la memoria con episodios aislados. No lograba reconocer donde habitaba, hablaba de sus hermanos fallecidos como si estuvieran vivos, desconocía a sus cuidadoras, sobrinas que ayudó a cuidar desde pequeñas. Y fue así como un viernes –Silvia jamás lo olvidaría–, que su mente suprimió los recuerdos habituales y sostenido en los brazos de su inolvidable nieta, le dijo: Mi niña, mire esta tela, ¿cierto que el corte no es preciso?, señalando un trozo de papel higiénico. Silvia contuvo las lágrimas. Un par de ellas se fugaron quemando sus mejillas; intuía que él, no podría enfrentar el alzheimer vertiginoso causado por una lesión neurológica que diera paso a una embolia pulmonar que le robo el oxígeno, un efecto dominó que mostró el triunfo de la muerte. Silvia reconocía en sus ancestros una sensibilidad especial por la naturaleza, no comprendía por ello, que meses atrás cortaran el gran árbol y así recibieran los frutos amargos de aquella decisión. Los años pasaron, el curso de la vida tejió otras historias, otras elecciones, mientras Silvia lograría comprender después de todo que el “albedrío” no era una simple y llana autodeterminación de la voluntad.


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