Despacio
Todo
parecía haber cambiado en un instante. Pero era una ilusión, todo
había comenzado a cambiar muchos años atrás, tan lentamente que
nadie pudo percibirlo, ni siquiera yo. Cómo prepararse para perder,
cómo asumir sin rencor el azar, cómo sonreír en medio de la
tragedia, cómo metamorfosear una voluntad limitada y sin ayuda
automática. Condenado a contar mis pasos y a hacer voluntariamente
lo que había hecho desde niño sin el más mínimo esfuerzo. Caminar
se volvió un ejercicio apoteósico, un espectáculo motriz para mí
y los que me miraban estupefactos en el tiempo mientras se debatían
entre el dilema de verme caer o hacerme sentir impotente al ofrecer
su mano como bastón. Aunque caminar en puntas o quedarme congelado
mientras obligaba a cada pie a marchar era un riesgo de sufrir una
caída, la disminución de la velocidad con la que podía dirigir mi
cuerpo hasta lo que quería y amaba era mucho más dolorosa. Sólo
podía acariciar a mi esposa con la mirada, pues el movimiento
armónico se había vuelto demasiado complejo, sólo podía dar
instrucciones a mi nieta mientras jugábamos, aunque a veces mis
instrucciones eran un poco erráticas; por fortuna, ella era lo
suficientemente inteligente para corregir mis pequeños despistes y
sonreír como si todo se tratara de una broma. Ni mencionar el
tiempo, este se consumía a borbotones y pocas veces podía terminar
mi trabajo antes de que el día llegara a su ocaso. Todo me empujó a
un precipicio del que sentí que jamás iba a salir.
Era
muy probable que todo hubiera comenzado hace 10 e incluso 20 años
atrás. El estado ánimo venía como una montaña rusa y sin motivo
alguno; pese a mis intentos de darle un poco de coherencia al
malestar, todo fue en vano, por más que buscada dentro y fuera de mi
mente, en el piso de arriba como en el de abajo, no me tropecé con
nada racional o irracional que le diera sentido a esas pérdidas de
vitalidad o a esas emociones dinamita. Los inicios de la vejez, pensé
en repetidas ocasiones, puesto que ya estaba a un par de años de
recibir mi título de adulto mayor. Pero estaba equivocado.
Lo único que parecía seguro era que iba a morir; independiente del
significado que queramos darle, del miedo, el éxtasis o la alegría
que nos genere, todos moriremos. Pero en mi caso era algo particular,
tan particular como el de todos los demás. Pensar que morimos más
de prisa que los otros, es lo único de lo que no nos da envidia.
Llegue a considerar la importancia de distintos libros como Manual
para Morir Feliz en 10 Pasos o
Abrace
su muerte y Muera Contento
o por lo menos La
Muerte para Dummies.
Desafortunadamente, no era más que una de las tantas ideas que me
distrajeron mientras la frase “neurodegenerativo y crónico” se
quedaban resonando dentro de mi cerebro.
Había
perdido toda esperanza, me encontraba desahuciado y completamente
aturdido por el diagnóstico ¡Parkinson! ¡Parkinson! Una de las
tantas cartas que no deseas que te reparta el Drupier de la vida.
Entonces cuando creí que la partida estaba perdida, pese a mi
desgracia tropecé con la fortuna. Allí en un pequeño rincón de mi
ciudad, conocí a un grupo de transgresores de la enfermedad.
Todos
morían pensé la primera vez que los vi, todos morían pero eran
capaces de reír, algunos estaban peor que yo y aun así en sus
rostros se dibuja la victoria, quizá bastante pírrica para mi
gusto, pero al fin y al cabo victoria. No vi víctimas, ni hombres o
mujeres en desgracia, vi guerreros; pude ver a la propia muerte dando
vida, regalando más días, más meses, más años, jubilosa en medio
de aquellos que se habían atrevido a ir en contra del pronóstico y
habían abrazado el diagnóstico, haciendo del temblor en reposo, la
rigidez, la bradicinesia, las dificultades de sueño, los cambios de
estado de ánimo, los despistes y más fallas atencionales y de
memoria un conjunto de detalles surrealistas para transformas sus
propias realidades y construir una pequeña comunidad que me enseñó
que podía vivir con Parkinson. Quizá, sin tanto afán, quizás,
ahora más despacio.
Queto87
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