La manta yámbica
La manta yámbica es
una manta estilo árabe de tres metros cuadrados, lleva la silueta de
un rostro de mujer y un fondo entre naranjas, amarillos y visos
azules, rojos y verdes. Las mujeres que la usaban suponían ser
modelos desnudistas para pintores o fotógrafos; arroparse con la
manta en una plaza o calle, sin cubrirse los ojos o los pies, era
señal de ofrecer el trabajo. Si el artista gustaba de lo que
alcanzara a ver, debía tomar a la modelo y llevarla entre la manta
hasta conseguirle un vestido como forma de pago. El trabajo no era
bien visto y muy pocas se atrevían a dejarse identificar como parte
del oficio. De hecho, los pintores y fotógrafos estaban obligados a
cambiar el rostro del posante o simplemente hacer composiciones sin
cabeza. Otros, algunos más a la vanguardia se decidían por cabezas
de carnero, aves carroñeras, búhos o lagartos.
El asunto es que
ayer en la tarde usurpé una casa ajena, un apartamento sin mucho
lujo pero bien amoblado, electrodomésticos útiles e inútiles y un
olor a hombre entrado en los cuarenta. Nos metimos no sé cómo ni
por qué, pero las majaderas de mis compañeras de clase registraron
los cajones, la nevera, prendieron el televisor, sirvieron whiskey,
se desvistieron, y de a poco armaron una rumbita en ese apartacho. Yo
estaba lela hasta que Marcela encontró una cámara, ahí fue el
despelote, no puedo negar que me derrito ante las cámaras aunque sea
sólo en mi imaginación, que el tic del obturador me excite a crear
nuevas torcidas de pierna y a menear mi fotogénica melena como
supongo que es cuando la hago volar por el aire. Así, posamos en los
balcones, en la alfombra de la sala, en la alcoba y en la ducha, yo
era la única que conservaba la ropa, nos metimos hasta casi mojar la
cámara y salimos estilando agua hasta el living, ahí empezamos los
gustosos juegos que tanto me gustan a mí y a Katrina, estando así
mojadas pringa y suena rico en la piel.
En
verdad, no me había movido en todo el rato, mi cabeza era la
creativa. Entonces, no sé quién sacó un baúl preciosísimo de
debajo de la cama, parecía sacado de algún cuadro, las tallas en
madera eran muy finas y el acabado lo hacía relucir como una pieza
genuina, de ésta época no era, divino, tenía unas piedras
rarísimas incrustadas en la cubierta, y para colmo de males, no
tenía ninguna cerradura. Marcela lo abrió y yo aproveché para
adueñarme de la cámara. Había una manta doblada, ellas la sacaron,
se volvieron locas y cual safari armaron el revuelo mayor por todo el
apartacho. Yo, me quedé con la cámara entre manos y ya nada ni
nadie podían superar mi momento. Le tomé fotos al precioso baúl y
a un vestido blanco que también estaba dentro. Fui al baño buscando
el espejo pero con Vanessa que seguía en la ducha, no me demoré ni
un minuto; cuando salí, todas habían desparecido, no quedaba sino
Vanessa. No quise averiguar a donde habían ido, los medicamentos que
me había tomado me tenían ida. Pensé en la persona que vivía allí
hasta que se me hizo escuchar que entraba. Me asusté por reflejo y
para esconderme, agarré la manta esa del baúl y me cubrí; esperé
la entrada del dueño y efectivamente escuché su voz, -¿quién sacó
la yámbica?- dijo inmediatamente; alcancé a pensar que como Vanesa
seguía allí, el dueño de casa iba a encontrarla y mientras se
despistaba con ella yo escaparía sin que me viera. Que ingenuidad la
mía, escondida bajo la famosa manta yámbica sin saber lo que era y
con una cámara entre manos. Saqué mi pie buscando airear mi
escondite y el hombre me destapó, no le pude ver todo porque tenía
colgando de sus manos el vestido blanco. Bienvenida a tu nuevo
trabajo-dijo, es hora que te levantes, sal del rincón y muestra
quién eres. Me levanté y miré alrededor; la casa
estaba convertida en una réplica del baúl, el clima había
cambiado, yo no era la misma y mi lengua era tan extraña como la del
hombre que me hablaba.
CEROZETA
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