Río entre piedras
Por
un caminito de tierra polvosa iba una niñita con trenzas a lado y
lado, pateando piedras pequeñas, bamboleando un canastico de mimbre
y chilinguiando una maraca hecha de totumo y remiendos de alambre.
Era Martica la hija de Inés. Iba furiosa porque su mamá le había
prometido que la dejaría ir a jugar a las canicas con Antonio y que
pasaría tres días sin tener que ir al rio a lavar los calzones de
sus hermanas menores. Iba refunfuñando porque su mamá le había
mentido, llevaba, además de los calzones en la canastica, la
tristeza de que no vería a Antonio hasta el regreso a clases porque
él se iría con su papá todo el mes de vacaciones.
En el camino pensó
que si los lavaba mal, nunca más la mandarían; que los iba a mojar
y listo. Cuando llegó al río quiso tanto zambullirse, que pensó en
ponerse todos los calzones, meterse al agua, y jabonarlos y
enjuagarlos ahí mismo, todos puestos. El río estaba traslucido,
corrientosamente delicado y fresco, apenas para pasar la tarde que ya
no pasaría con su amigo de escuela. Martica se arrimó con pereza a
la piedra de lavar y se sentó, sacó una por una la ropita, agarró
y sumergió el jabón que llevaba en su vestido amarillo y se quedó
mirando el todo refractado; resopló aburrida de que tan bella tarde
la tuviera que pasar a solas en el río haciendo labores. Martica se
puso a lavar con mucha maña.
Oyó el barullo del
viento que bajaba desde la loma donde solían tirarse los niños
valientes y decir su primera grosería.
El
sonido se fue haciendo más fuerte, anunciaba que bajaba una
huracanada. Martica levantó la mirada y en un ventarrón inesperado
se le alzó el vestido, se le nubló la vista y se le tumbó la
maraca que había puesto en lo alto de una rama baja. Con los ojos
llenos de polvo saltó Martica piedras abajo persiguiendo el sonido,
pero de un momento a otro se confundió con la voz y las piedras del
rio. Se arrugó de ira, se puso en cuclillas y resopló iracunda;
puso su mirada enmarañada sobre la loma de donde había venido el
ventarrón, y apenas levantándose para hacer su reclamo, una
camiseta arrastrada por el viento le dio en toda la cara.
Cuando se la pudo
quitar, encontró un cuerpito gordo en calzoncillos, con la piel de
gallina al filo de la loma. Era Antonio a punto de lanzarse, miraba
para abajo y amagaba tirarse, Martica, entre piedras y ramas, se
reía. Él es un niño bueno- pensaba, quiere decir su primera
grosería-, pero no le duró mucho tiempo, Antonio arremangó
perezosamente sus pantalones, metió un pie y quedó paralizado
cuando quiso meter el otro, frotó sus ojos como quien no cree en lo
que está viendo y se puso a temblar; seguro que no era de frío
porque la tarde era un capullo de sol. Antonio creía que en el río
habitaban animales salvajes; su abuela Mirta le había enseñado cómo
ahuyentarlos, el niño hacía cruces con sus dedos olvidando que ese
era el truco para los espantos; empezó a dar pasos hacia atrás pero
tropezó con sus propios pantalones a medio poner y cayó sentado;
quedó a centímetros de caer de la peña al río. En esas, un rugido
hizo eco por toda la loma, Antonio se cubrió la cara con las manos,
lloró por la boca y cuando sintió al felino acercarse lloró por
los ojos. Antonio sumó valentía y cuando se levantó dispuesto a
enfrentarlo, sintió el frío de la fiera que pasaba por su lado,
Antonio se heló y mientras recobraba el aliento escuchó una voz que
gritaba “¡grosería!”. Se volteó de inmediato y vio un
zambullido en el agua, no podía creer que un tigre hablara español.
Mientras botaba la gota fría vio la cara de Martica que salía entre
las burbujas. En sus manos se había quedado con el vestido amarillo.
TERESA
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