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Tercer Concurso de Cuento Corto: Biofilia



Biofilia

Por: J.S. Rincón

Al caer la noche cayó la puerta. Ella me escondió debajo de la cama mientras intentaba contener las lágrimas. La tomaron del brazo y me agarraron de las piernas. En el jardín nos pusieron de rodillas una frente a la otra, la luna llena iluminaba todos los saltones y ella me miraba. Pude ver en sus ojos como el pequeño rayo de esperanza se iba desvaneciendo a medida que las nubes cubrían la luna.

Antes de partir mamá dijo que le encontraría en la lluvia. Con el sonido de una bala ella se desplomó. Me recosté a su lado y dije adiós. Sonrió y cerró sus ojos.

Con botas puestas y morral al hombro trepé montañas, crucé ríos y hasta alcancé a echar bala. Junto a Amanda y Raquel recogía madera y de vez en cuando bayas para mezclarlas con el agua panela. El tinte marrón de la panela se convertía en violeta, violeta igual a los saltos de aquella cumbre. Recordé el frío y la niebla que sostenía mi paraíso. Me arrebataron todo lo que con orgullo llamaba mío y trazaron la línea entre mi siempre y jamás. ¿Por qué?.

Al caer el ocaso teníamos nuestra propia ceremonia secreta; en círculo con las armas a un lado, recostábamos las cabezas en el suelo. Entre susurros, sus voces dibujaron en mi mente las imágenes de un lugar robado. Al escucharlas mis ojos dejaron de dibujarlas como humo y me volví parte de ellas, así como ellas parte de mi. En un vaivén de emociones la rabia, tristeza y alegría hacían que aunque sea por un instante el miedo se desvaneciera.

Estuve ciega por mucho tiempo, pero pude ver todo alrededor mío. Guerreros sin patria y sicarios con aureola. Me dijeron que sería nada sin ellos, que el día en que me fuera el bosque me tragaría entera y nunca nadie se acordaría de mi nombre.

Se ondeaban banderas color blanco y gritaban paz en la Villa de San Cristóbal. Decidí cruzar mi último bosque, caminar mi última montaña y encontrar el camino a aquella casa en el monte que me vio crecer. Como si fuera mi última noche en pie abrasé a mis amadas y me despedí de sacha, allpa y killapura. Tomé mi cantimplora y desaparecí en las tinieblas. Durante tres días y tres noches camine sin dar vuelta atrás y con la mirada puesta en el horizonte. Un vendaval me enseñó el camino hacia el mar. Aquel inmenso mar en el cual mis lágrimas se desvanecían, en el cual pude dejar de correr y empezar a flotar. Era libre.

Y ahora la tormenta siempre me acompaña. Cada vez que siquiera una gota de lluvia llega al suelo, imagino como se infiltra en la tierra, se vuelve más y más pequeña hasta que cada raíz de cada planta puede absorberla. Ella hace parte de todo lo que veo, está en los árboles, el césped, el aire.

Mi nombre es Maria, mido 1.65 en pie limpio, peso 50 kilos, mi cabello es castaño, tengo la piel blanca con manchitas rojas por el sol. Nací en la Paja Blanca, mi madre se llamaba Adelaida. Hoy canto porque los árboles siguen creciendo, el viento sigue soplando y aun sigo respirando.

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