Biofilia
Por: J.S. Rincón
Al caer la noche
cayó la puerta. Ella me escondió debajo de la cama mientras
intentaba contener las lágrimas. La tomaron del brazo y me agarraron
de las piernas. En el jardín nos pusieron de rodillas una frente a
la otra, la luna llena iluminaba todos los saltones y ella me miraba.
Pude ver en sus ojos como el pequeño rayo de esperanza se iba
desvaneciendo a medida que las nubes cubrían la luna.
Antes de partir mamá
dijo que le encontraría en la lluvia. Con el sonido de una bala ella
se desplomó. Me recosté a su lado y dije adiós. Sonrió y cerró
sus ojos.
Con botas puestas y
morral al hombro trepé montañas, crucé ríos y hasta alcancé a
echar bala. Junto a Amanda y Raquel recogía madera y de vez en
cuando bayas para mezclarlas con el agua panela. El tinte marrón de
la panela se convertía en violeta, violeta igual a los saltos de
aquella cumbre. Recordé el frío y la niebla que sostenía mi
paraíso. Me arrebataron todo lo que con orgullo llamaba mío y
trazaron la línea entre mi siempre y jamás. ¿Por qué?.
Al caer el ocaso
teníamos nuestra propia ceremonia secreta; en círculo con las armas
a un lado, recostábamos las cabezas en el suelo. Entre susurros, sus
voces dibujaron en mi mente las imágenes de un lugar robado. Al
escucharlas mis ojos dejaron de dibujarlas como humo y me volví
parte de ellas, así como ellas parte de mi. En un vaivén de
emociones la rabia, tristeza y alegría hacían que aunque sea por un
instante el miedo se desvaneciera.
Estuve ciega por
mucho tiempo, pero pude ver todo alrededor mío. Guerreros sin patria
y sicarios con aureola. Me dijeron que sería nada sin ellos, que el
día en que me fuera el bosque me tragaría entera y nunca nadie se
acordaría de mi nombre.
Se ondeaban banderas
color blanco y gritaban paz en la Villa de San Cristóbal. Decidí
cruzar mi último bosque, caminar mi última montaña y encontrar el
camino a aquella casa en el monte que me vio crecer. Como si fuera mi
última noche en pie abrasé a mis amadas y me despedí de sacha,
allpa y killapura. Tomé mi cantimplora y desaparecí en las
tinieblas. Durante tres días y tres noches camine sin dar vuelta
atrás y con la mirada puesta en el horizonte. Un vendaval me enseñó
el camino hacia el mar. Aquel inmenso mar en el cual mis lágrimas se
desvanecían, en el cual pude dejar de correr y empezar a flotar. Era
libre.
Y ahora la tormenta
siempre me acompaña. Cada vez que siquiera una gota de lluvia llega
al suelo, imagino como se infiltra en la tierra, se vuelve más y más
pequeña hasta que cada raíz de cada planta puede absorberla. Ella
hace parte de todo lo que veo, está en los árboles, el césped, el
aire.
Mi nombre es Maria,
mido 1.65 en pie limpio, peso 50 kilos, mi cabello es castaño, tengo
la piel blanca con manchitas rojas por el sol. Nací en la Paja
Blanca, mi madre se llamaba Adelaida. Hoy canto porque los árboles
siguen creciendo, el viento sigue soplando y aun sigo respirando.
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