Trianguland
Érase una vez un
país plano donde solo vivían triángulos, no había ninguno
idéntico a otro. El Estado lo conformaban dos grandes grupos, uno
según sus lados y otro sus ángulos. A su vez, cada uno, se
subdividía en tres tipos. En el primero de ellos, se encontraban los
equiláteros, su perfección, simetría y armonía, los convertían
en los más admirados. En este mismo colectivo estaban también, los
isósceles, su altura no los dejaba pasar desapercibidos, la igualdad
de los ángulos en su base les daba imponencia, y su vigorosa punta
tenía alelados a sus muchos pretendientes. De últimos en esta
primera categoría, quedaron los escalenos. No suscitaban mucho
interés entre el resto de los nativos y nadie quería emparentarse
con ninguno de ellos por la disparidad de sus dimensiones. Por su
parte, ellos defendían su mala reputación y alegaban tener destreza
con teoremas como el del seno o el coseno que no empleaban triángulos
como los rectángulos. Algunos de sus detractores dejaban estas
discusiones con los escalenos, se marchaban y murmuraban con sorna:
—¡Tremendos
polígonos se creen estos cretinos! No solo ellos usan esos
principios, sino cualquier triángulo oblicuángulo.
Para el grupo
compuesto según sus ángulos, los triángulos rectángulos
encabezaban con orgullo la lista. Se jactaban de cumplir el famoso
Teorema de Pitágoras, las funciones trigonométricas y de tenerle
nombres a sus lados. Afirmaban ser primordiales para la existencia de
un tal Segundo Teorema de Tales y por esto la sociedad los calificaba
como los más brillantes del territorio. A ellos les gustaba explicar
que una figura desconocida llamada circunferencia los necesitaba para
establecerse dicha tesis. Unos los escuchaban con fascinación, y
otros, con desconcierto mascullaban:
—Hmmm… ni
hablar, ¿qué puntas será una circunferencia?.
Luego en esta
segunda clasificación, aparecían los acutángulos, con sus ángulos
agudos, su presuntuoso carácter y creencia de ser la quintaesencia,
alardeaban con reticencia:
—¡Los equiláteros
son un caso particular de triángulos acutángulos! —con lo que
justificaban su aparente superioridad absoluta.
En el último lugar,
reposaban los relajados obtusángulos. Aunque siempre se mostraban
despreocupados de su obtuso ángulo, no faltaba el fastidioso que los
incomodaba y trataba de torpes.
Aquí los triángulos
amorosos eran algo muy geométrico, todo dependía de qué se
quisiera formar. La poligamia gozaba de gran popularidad e
importancia, al practicarse con un propósito. Por ejemplo, tres
equiláteros con un triángulo cualquiera podían originar un
equilátero y así demostrar el Teorema de Napoleón, predilecto por
todos. De esta manera, se decidía buscar uno o más compañeros para
armar su propio triángulo.
La descendencia
debía ser siempre triangular, se desaprobaba la creación de figuras
geométricas distintas. A los infractores de este precepto, se les
castigaba con la “mutilación angular”. Este aterrador acto, los
atravesaba con rectas desde cualquiera de sus vértices, con el
profundo dolor de envilecer su naturaleza original y pasar de ser un
majestuoso triángulo, a transformarse, tal vez, en un disonante
conjunto de escalenos.
En cierta ocasión,
un triángulo rectángulo y un obtusángulo, se sintieron atraídos
con locura el uno por el otro, los atrapaba un deseo incontrolable de
unirse por su lado más largo. Al ser de conocimiento público que
esta relación crearía un esperpéntico trapecio, el romance fue
rechazado. Dominados por su cólera e indignados, los enamorados
decidieron fugarse. Separaron sus lados y dejaron de ser triángulos
por un momento, si por un seno o un coseno no era posible su amor,
entonces lo harían por la tangente. Al querer otro futuro para ellos
y acabar con tanta represión; se juntaron ávidos, la hipotenusa y
el lado más largo del obtusángulo. En ese instante, se percataron
que alguien los seguía y oteaba con atención.
—¡Malditos! ¡Se
convirtieron en un degenerado trapecio! ¡Nunca volverán a ser como
nosotros! —profirió con un grito el espía.
Los amantes, se
miraron felices el uno al otro, y sin importar lo que habían
escuchado, continuaron deslizándose por su parte más larga y
besándose punta a punta. Conformados con el axioma de su amor
prohibido, el rectángulo en voz baja, susurró:
—Ven…, cambiemos
de posición…
A. J. Vine
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