El 15 de septiembre volví a
escuchar un estruendo seguido de un eco, uno incesante que me despertó de mi
día libre con una migraña que desbarató mi tranquilidad. Al abrir la ventana no
tuve dudas de su origen, de nuevo la casa vecina, un lugar extrañamente cercano
a mi casa, con sus paredes casi fundidas a las de mi hogar y una fácil
penetración de esos ruidos a la estructura. La nueva vecina poseía dos pisos
para ella, lo que era terrible para mí, pero junto a ello, había una pesadilla
aún peor; su hermana no paraba de hacer ruidos.
Yulimar me dijo que se llamaba
una vez que tocó la puerta para preguntarme sobre una dirección, una mujer
alta, de piel morena y un rostro que si no fueran por sus ojeras mantuviera una
juventud intacta a sus casi 40. Nunca me interesó que hacía, ni porque vino a
un barrio medianamente de buen estatus en Palmira, el bullicio del tráfico, las
clases a decenas de adolescentes indiferentes y mis quehaceres me mantenían
ocupado, solo cuando por fin llegaba a casa encontraba mi lugar en la lectura.
Mi biblioteca era mi sitio de refugio, una tranquilidad que se derrumbaba
cuando los ruidos vecinos me atormentaban las noches.
Fueron varias veces que Yulimar
cerraba la puerta con rabia, recibía reclamos de todo tipo, sino era doña
Gladys, era la gorda que paseaba los perros o el viejo Douglas y su erótica
joven mujer quienes entre alegatos la visitaban. Hubo días donde la policía
tocaba el timbre, tuvo varias denuncias y amenazas, pero nada avanzó, los
uniformados desistieron sus visitas y la bulla de aquella voz seguía
escuchándose. Mañanas, tardes y sobre todo en las noches donde esa voz se
volvía un incesante eco que carcomía mi paciencia. Odié a Yulimar.
Esa rabia se iba acumulando con
las semanas, mis notas sobre los libros mermaron, ya no entendía bien los
ensayos de Arciniegas o de Reyes, ni las novelas negras o cuentos de Fonseca.
Tiraba mi libreta a un lado, me tumbaba en el sofá y con los audífonos simulaba
olvidar, pero en cuestión de minutos volvía aquel ruido, atravesando la línea
musical, adentrándose a mis pensamientos como una flecha que me hería no
causando sangre, aunque sí derramando recuerdos de derrotas y golpes de una
madre que no se encontró, de hermanas desaparecidas y un padre distante en
presencia, pero vivo en las muchas páginas que escribía de cuentos empolvados
por mi mediocre inseguridad.
Entre la pesadez de pasados
latentes y un mal dormir mi casa se volvió algo que detesté. Aunque más
detestaba a Yulimar, su presencia cada que la veía por mi ventana, caminando
rápido de nuevo a su casa, hablando siempre de su hermana, la mujer que gritaba,
que se iba en palabras que nadie realmente quería entender. Todos la odiábamos,
Yulimar lo sabía, perfectamente se notaba cuando con mirada agachada nos
observaba. No tenía ninguna duda, quería que se fuera, quería tranquilidad, que
de nuevo mi habitación fuera el resguardo ante una ciudad que me aturdía.
En diciembre abrí con mucho
trabajo la reja que cubría el techo descubierto sobre el lavadero de mi casa,
con la escalera subí, esa noche había llovido por montones y el sitio estaba
resbaladizo, no me importó, llené una bolsa con excrementos de perro y avancé
por el tejado, solo un pequeño muro separaba la ventana del segundo piso vecino
del techo de mi casa.
Con la suficiente distancia medí
el lanzamiento, estuve a punto de hacerlo de no ser porque divisé una silueta
que me congeló mis movimientos. No supe que hacer, me quedé mirando, Yulimar
con lágrimas en los ojos detallaba a su hermana de espaldas a mí, le leía con
tímida sonrisa un relato, el mito de Narciso y Eco, mientras su hermana
temblorosa lloraba con sus ojos puestos en mí. Ese día supe lo extraños que
solemos ser cuando odiamos, pero, ante todo, cuando ignoramos el eco de los
recuerdos de los otros, sea un perdedor con bolsa de mierda en manos o una
joven muchacha cuyas torturas por una protesta en Caracas le dejan marcas que
no para de pronunciar.
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