En el más diminuto de los mundos,
gobernaba Dios corpóreo y mortal, siendo esto lo único que lo igualaba a la
humanidad. Su palabra era la ley, la cual no podría nunca ser cuestionada,
porque aquellos que se atrevían recibían el castigo divino. ¿Qué era lo que
estaba bien o lo que estaba mal? Eso no importaba, dependía de Dios. Si alguien
recibía la más grande de las condenas, era porque Él lo quería así. Le gustaba
que lo veneraran, y aquellos que lo hacían recibían el nombre de “Los hijos”.
Sin embargo, se la pasaba maldiciendo a aquellos que mostraban la más mínima
señal de pensar y pasar por encima de la ley. A estos los llamaba “Los
rebeldes”.
Un día, Los hijos llevaron a cabo
un plan que venían preparando desde hace algunos años: se convertirían en la
nueva divinidad del mundo pequeño. Se hicieron pasar por Los rebeldes, llegaron
a los aposentos de Dios y se dividieron en dos grupos: mientras unos acababan
con sus guardianes, el grupo más fuerte llegó hasta donde se encontraba el más
grande de los mortales. Sin pensarlo dos veces, lo atacaron sin que este
pudiera emitir sonido alguno, y fue así como este ser poderoso se convertía en
el más pequeño de los seres ante la barbarie humana. Con el cuerpo inerte a sus
pies, Los hijos reían y celebraban.
Lo primero que hicieron, fue
decirle a toda la humanidad que Dios había muerto en manos de Los rebeldes, y
que ellos tomarían el control del mundo, ya que les correspondía seguir
vigilando el cumplimiento de la ley divina, pues, según ellos, eran los más
cercanos a Él. Proclamaron que desde ese momento todo lo que harían sería “en
el nombre de Dios” y que el mundo seguiría funcionando como siempre lo había
hecho. Así como esto tranquilizó a “Los neutros”, un grupo de personas que solo
seguían las ordenes sin rechistar, dejó furiosos a Los rebeldes, los cuales
iban a ser castigados por “sus acciones”.
La reacción de estos últimos no
se hizo esperar: lo primero que trataron de hacer, fue convencer a Los neutros
de que ellos no habían cometido tal acto, pero lo único que consiguieron fue
que los abuchearan. Los hijos tomaron a la fuerza a varios de Los rebeldes,
quienes opusieron resistencia, pero como los primeros eran más poderosos, estos
acabaron con ellos de un golpe. Algunos de Los rebeldes lograron escapar, y,
llenos de rabia, decidieron que esto no se quedaría así.
Pasados algunos años de constante
persecución a Los rebeldes, y de opresión a Los neutros, ya los seres humanos
no se encontraban muy a gusto con la nueva ley divina. Los rebeldes
aprovecharon ese tiempo para convencer a varios de Los neutros que dudaban de
quienes estaban en el poder, a que se unieran a ellos para establecer las
nuevas leyes del mundo, las cuales serían muy diferentes a las divinas.
Comenzaron a tener a varias personas de su lado, lo cual molestó mucho a Los
hijos. Ahora aquellos “Rebeldes debiluchos” tenían lo que ellos menos querían:
poder. Fue así como Los hijos empezaron a atacar a Los rebeldes. Estos últimos
no se quedaron de brazos cruzados, y con todo el rencor devolvieron los
ataques, comenzando una guerra que cambiaría el curso de la historia.
Solo había masacre, rodaban
cabezas, caían Los hijos, Los rebeldes, Los neutros aliados a cada uno de los
bandos, pero también caían aquellos que nunca estuvieron de acuerdo con ninguno
de los dos bandos. Algunos mientras atacaban decían: “¡Lo hago en el nombre de
Dios!”, otros exclamaban: “¡Por un mundo mejor!”, pero parecía que nadie era
consciente de lo que hacía. Era un mundo pequeño, pequeño en conciencia moral,
pequeño en razón, pero grande en ansias de poder. Cuando quedó el último ser
humano, el cual sobrevivió a pesar de tanto, lo único que veía era los cuerpos
de aquellos que pretendían mantener el orden del mundo. Mirando un charco de
sangre, lo único que pudo decir fue: “¿Acaso es este el verdadero nombre de
Dios?” Y posterior a eso, se tomó un veneno.
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