Era el día cuatro del cuarto mes
del año y el calor en Cali dominaba cada ápice de mi cuerpo. El naranja
calcinante se apoderaba de la tarde y el sol jugaba a quemarme; abrasaba mi
piel y aniquilaba la oscuridad de mi voz.
Ya había tenido incidencias
estultas y corrientes en el cuerpo, pero nunca como ese abril efímero de miedo,
donde el pecho se me empezó a reventar sin presagio. Era como si sintiese la
necesidad apremiante de salir corriendo a posarse en el suyo. Me dolió la
cabeza, me ardió la garganta y se selló mi voz. El corazón se me estaba
saliendo.
Era tanta la presión en el
estómago que bajaba al páncreas y retumbaba hasta los riñones; inundaba la
vesícula biliar, golpeaba el hígado, ahogaba el diafragma y contusionaba los
pulmones hasta comprimir el corazón.
Días atrás había visto ese
gimnasio contemplando la idea absurda de ir, pero no fue hasta ese 4 de abril
que lo decidí para huir de mi casa y sudar el enojo de mi cuerpo herido. En mi
mente caída de 19 años, todas las miradas del recinto observaban cada movimiento
de mi estructura y cada apículo de mi organismo. El terror se apoderó de mis
pies lánguidos, y mi alma en guerra sentía que cada una de las personas
deshacían mi cuerpo y lo formaban a su manera; sentía que me miraban la cara y
la cambiaban de posición, que me ponían la cabeza en las caderas, las piernas
en el cabello, los dedos en la boca, los senos en el cráneo, las manos en la
espalda y la nariz en el talón, pero no era así. En medio del marítimo sudor
del suelo y la guerra de los espejos, la humanidad que se aniquilaba a pesos
inalcanzables, sólo tenía soslayos para ver sus miedos en la inmensidad de sus
reflejos, y yo, que poseía el terror de la muchedumbre, me hacía protagonista
sin sentido.
Bajé las escaleras y me senté de
golpe en la máquina para cuádriceps. Estaba sonrojada y cansada, en la plenitud
de mi malquerencia, hasta que una corriente en mí me hizo mirar al frente. Lo
miré. Vestía una camisa gris, una pantaloneta negra y su rodilla estaba rodeada
por una banda casi tan cándida como su piel en el sol. Tenía una gorra negra y
una sonrisa que iluminaba cada extremidad del lugar. Bastó ese instante para
sentir que algo en mí se desacomodó y entendí que mi corazón no estaba muerto,
simplemente apagado.
Mis ojos no querían despegarse de
su piel, pero me obligué a bajar el rostro. No sé quién se estrelló primero y
quién fue el culpable del accidente, pero yo miré que nos llamamos en el mismo
segundo en que el reloj le buscaba repuesta a las agujas, detenidas por vernos
encontrarnos entre la ciudad del caos, de los amores inhóspitos, de las balas
encontradas y las personas perdidas. Sentí que los vértices de él se acomodaban
en mí, dejándome inerte frente a el cataclismo de esos ojos que no reflejaban
nada ante la distancia, pero en mí provocaban una hecatombe por desbocarme ante
él.
Bajé la mirada, olvidando la
guerra de nuestros ojos y subí las escaleras como si no hubiese llegado, como
si no hubiésemos sucedido y como si de mí no hubiese salido fuego. Me quedé en
el segundo piso ante la carencia de calma, el desaire imperante y el abandono
fortuito. Le hui a su mirada porque no quería encontrarme con el miedo
aterrador que empezó a crecer en mi vientre. Era un conglomerado de todas las
ciudades amuralladas y todos los ríos secos. Su presencia suprimía todos los
vértices de mi piel y me aniquilaba las entrañas. Fue entonces cuando escuché
las pisadas en las escaleras y lloró mi corazón.
En medio del caos y el calor de
Cali, camina en dirección a mí, y yo, que llevaba unos cuantos minutos
rogándole al cielo que me preguntara el número, la dirección, la vida, ¡algo!,
me hago la que no, ajena al movimiento, evitando su soslayo.
-Disculpa, ¿me puedes regalar la
hora?
-Daniela-. Le lanzo mi nombre sin
pensar. ¡Carajo!
Sos<3
ResponderEliminarDios 😍
ResponderEliminarExcelente
ResponderEliminarUff que belleza
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