-
Bien señorita. Recuérdeme el motivo de su
presencia.
Dijo el detective Muñoz, cuya
trayectoria de gran éxito lo había llevado a ser el detective más solicitado y
mejor pagado de esa estación de policía.
Ahí, en esa oscura sala de
interrogatorio, las manos de la joven estudiante sudaban, a la vez que no podía
controlar el movimiento epiléptico de su pierna derecha.
-
Yo... Yo...
Era obvio su nudo en la garganta,
y mientras cruzaba sus manos miró con sus intimidantes ojos verdes al detective
Muñoz:
-
Señor, he cometido un crimen terrible, y el peso
que yace en mi espalda sumado con la culpa que me agobia cada noche, han sido
los motivos de mi visita. Maté señor, maté... Maté a alguien que llevaba mi
sangre.
Era algo rutinario para el viejo
detective. Ya la palabra “crimen” no causaba heladez en su sangre y más era su
mente inquieta quien se interesaba en encontrar el por qué, el para qué o el
quién. Sin embargo, había sido cautivado por la mirada enigmática de esa joven
y había experimentado un sentimiento profundo de tristeza hacia la posible
criminal.
-
¿Está dispuesta a dar su declaración?
Dijo sin poder mirarla a los
ojos.
-
Sí.
Como todo detective, el detective
Muñoz sacó de su abrigo la grabadora de sonido y su lapicero, colocándolos con
determinación sobre la carpeta de la mesa. Revisó esos papeles y con gran
misterio la miró:
-
Señorita Sara, cuénteme lo sucedido.
-
No lo pensé, ni lo vi venir, mucho menos lo
premedité, pero entienda, es difícil para una adolescente como yo tener que
lidiar con tanto. La universidad, los regaños de mis padres, el oficio de la
casa...
Ella estaba agitada, su voz se
quebraba y sus grandes ojos parecían cristal mientras lágrimas rodaban en sus
mejillas. Y después de tomar una gran bocanada de aire, declaró sus
atrocidades:
-
Créame que soy una persona tranquila, supongo
que lo puede intuir. Yo estaba en mi casa, específicamente en el sillón de la
sala, y leía, leía un libro. Al lado del sillón está la ventana, y él siempre
solía asomarse por ahí, pero justamente era cuando yo estaba ahí. Siempre
llegaba con su ruido y escándalo, y volteaba a verme como con una burla
combinada con sarcasmo.
Puede que a Sara le sudaran las
manos, le temblaba la pierna y le lloraban los ojos, pero ni por un segundo le
quitaba la vista al detective Muñoz.
-
En ese momento inundó mi cuerpo un sentimiento
de rabia, de rabia profunda y auténtica, y a pesar de que había soportado por
tanto tiempo su incomoda presencia, esa noche llegué a mi tope. Quería que
sufriera, no lo negaré. Él también hacía lo que me hacía a propósito. Así que
le pegué contra el cristal de la ventana. Él era rápido, y aunque quedó
atontado con la golpiza corrió velozmente por toda la sala. Pero yo ya no
estaba para juegos. Con el mazo que guardaba papá en el cajón de la televisión,
le di un golpe contundente en la cabeza. Ni siquiera sé cómo lo hice, pero su
diminuto cuerpo yacía en el suelo mientras yo me quedé perpleja por ese pequeño
charco de sangre, sí, sangre que también me pertenecía.
De manera sorpresiva, la joven
suelta un grito desgarrador y aprieta con fuerza la camisa del detective:
-
Lo maté señor... Maté a mi propia sangre.
-
Bueno -se dijo para sí mismo el detective Muñoz-
No queda más que ir a la escena del crimen.
No quiso interrogarla más.
Simplemente apagó la grabadora, guardó su lapicero, se abrochó la chaqueta y se
dirigió al domicilio del asesinato.
El detective Muñoz se extrañó al
llegar a dicha residencia, pues para haber sido escena de un crimen atroz todo
estaba en perfecto orden, excepto el sillón de la ventana.
-
¿Dónde está el cuerpo?
El detective Muñoz quedó
anonadado. Ahí estaba, reposaba en el piso sobre un pequeño charco de sangre el
diminuto cuerpo de un zancudo.
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