Me lo imagino como la
pirotecnia. Una noche fría y oscura en la cima de una montaña tal vez, con
vista a la ciudad, y toda la vida que hay dentro de ella, muchas luces emitidas
por lámparas, casas, edificios, vehículos, la luz de la gente en sí; pero la montaña
en la que estoy sentada se encuentra vacía, oscura, fría y silenciosa, tal vez
estoy ahí por elección propia, porque perfectamente podría bajar y contagiarme
de la luz de la ciudad, pero al parecer no quiero, porque esa parece ser mi
decisión. Pero... entonces la luz quiere estar conmigo, porque alguna vez
estuve allá, en la ciudad, compartiendo con ese entorno, y es cuando aparece la
pirotecnia, pólvora, como lo decimos acá, e ilumina fuertemente la montaña, la
luz que yo veía lejos en la ciudad, vino a iluminar mi vida a recordarme lo que
se siente, llenándola de colores y sonidos. Pero pronto se acabó, esa luz dice
que si quiero más debo ir por ella, pero yo, me niego a dejar la montaña,
porque por mucho que la luz sea agradable, cuando se apaga la pirotecnia,
cuando el ruido se calla y las luces se apagan. Vuelve el ruido de mis
pensamientos, y quedo nuevamente aturdida por ellos, y se pronuncian con más
fuerza cada vez que la pirotecnia se acaba, porque la pirotecnia, no es luz
genuina, es pólvora, y por muy bella que se vea en el cielo, deja un rastro, un
rastro que se carga en el silencio de la montaña y al ruido de mi cabeza,
concluyendo todo en una sola voz, que lo único que dice es que me ponga de pie,
respire profundo y me deje caer porque así el sufrimiento se acabará.
¿Pero... cuál es el problema?
El problema es que realmente estoy en la ciudad y me siento como si estuviera
en la montaña.
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