Cuando papá trabajaba en el banco
hasta tarde, mamá y yo lo esperábamos en la sala. Ella solía sumergirse en las
novelas de Julio Verne, y quizás era la quinta vez que lo hacía en el mes.
Mientras ella se perdía en la lectura, yo me entretenía coloreando sin salirme
de la línea. Siempre me gustó el color rojo, tal vez porque la casa estaba
decorada en tonos cálidos. Sin embargo, lo que realmente resaltaba era el rojo
en las paredes del comedor.
Sin importar cuánto lo intenté
nunca conseguí mantenerme despierto para recibir a papá. Me quedé dormido en el
sofá de la sala frente al televisor, después de tomar el vaso de leche tibia
que sagradamente me daba mi madre cada noche, ella decía que crecería sano y
fuerte como mi hermano mayor. Normalmente, me despertaba en mi cama a eso de la
una de la madrugada. Todo estaba en completa oscuridad, pero con el tiempo era
posible acostumbrarse a las penumbras de mi habitación y vislumbrar la puerta.
Me gustaba recorrer la casa, contar cuantas arañas había en las esquinas de las
ventanas y descubrir nuevas grietas en las paredes del primer piso. A veces
encontraba a mi hermano en la sala estudiando para algún examen. Mi relación
con mi hermano era simple: él no se metía en mis asuntos y yo me encargaba de
mantener a raya a las sombras que había en la casa, aquellas que lo acechaban
desde que llegué a su vida.
A pesar de que era divertido
recorrer la casa, nunca me sentí cómodo con lo que hallaba en la oscuridad,
aquella cálida atmósfera que se mostraba durante el día, en la noche se perdía
entre tonos azules y morados. Era como estar en una casa que no era mía.
Con el tiempo, mi papá dejó el
hábito de llegar tarde. Al menos durante un año él estuvo acompañándome en las
tardes, mientras tanto mamá empezó a trabajar en una floristería no muy lejos
de donde vivíamos; todo parecía estar bien en la casa, pero nadie quería hablar
sobre la nueva afición de mi hermano. No estoy seguro de cuándo comenzó, solo
recuerdo empezar a ver un resplandor naranja proveniente del patio, tal vez
inició quemando sus exámenes fallidos, aquellos por los cuales se frustraba y
golpeaba la pared.
Antes de que saliera en las
noticias, papá y mamá habían ido con la policía para dar aviso de la
desaparición de mi hermano, nadie lo había visto desde hacía dos noches. El día
que se marchó, fue la única noche que no salí a recorrer la casa. Cuando desperté
las luces del corredor estaban encendidas y la pelea de mis padres estropeaba
el silencio que usualmente acompaña a la casa. Mi hermano había empezado una
fogata en la sala. Quizás lo hizo por la desesperación que le provocó la
propuesta de mis padres de mandarlo a una institución de salud mental, lo cual
fue una sugerencia de la escuela, ellos enviaron una citación por el
comportamiento antisocial que presentaba con las personas a su alrededor.
Durante algún tiempo creí que si
aguantaba el olor a carne quemada que provenía del cuarto de mi hermano y me
quedaba callado sobre la gasolina que mi hermano robaba del auto, mi silencio
sería el apoyo que él necesitaba para entrar en razón, pero me equivoque.
Intenté entrar a su cuarto, para
ver si podía encontrar algún indicio que me llevara con él, no podía parar de
pensar en el peligro que representaba para sí mismo y los demás. No había nada
en ese lugar, toda la gasolina había desaparecido. Escuché un ruido en la
cocina, pero no pude moverme, vi a mi hermano correr por el patio. Pero sentí
miedo al ver esa sonrisa llena de locura y el brillo en sus ojos, el brillo que
solo aprecias en un momento de éxtasis, lo último que sentí fue la piel de
gallina y el impacto contra la pared.
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