LOS CONDENADOS
En las manos mis
dedos tiemblan ante lo frío del metal. Las piernas que ayer eran
raíces se desprenden de esta tierra. Todo yo se inunda de su nombre
y sólo quiero vivir para responderme: ¿quién mató a Martín
Preciado?
Al pueblo se llega
por arriba. A la iglesia se baja por un camino que tiene forma de
serpiente. Por guía llevo la mirada de hombres, mujeres y niños que
esconden la mitad del cuerpo tras las puertas. Sé que no se esconden
de mí; se esconden de los que están por llegar.
Atrás de la
iglesia, en la casa cural, el padre Rentería se tira sobre su triste
catre. Me acomodo a su lado, guardo el revólver y espero una
respuesta que ponga luz a lo pasado:
—¿Martín
Preciado?... Sí, lo conocí. ¿Quién lo mató? Fui yo, en el 52.
Dios lo tenga en su santa gloria. Yo también me he preguntado por
qué, pero no encuentro respuesta. ¿Tienen explicación las
barbaridades que cometimos? La versión simple es que lo maté porque
era liberal; pero nunca la vida es tan simple. Eso lo condenó a él;
eso me condenó a mí.
La voz del padre se
confunde con la gritería de la calle y el sonido de los primeros
tiros que atraviesan el camino de bajada. Saco el revólver y cuento
las balas, acomodo el tambor y aprieto la empuñadura. Abro la boca
pero es él quien habla.
—No dude más.
Abrí la puerta porque reconocí en sus golpes la marca de mi
destino.
Usted ha planeado
durante años venir; pero yo he esperado su llegada toda la vida.
—¿Y a qué he
venido, padre?
—Ha venido a
matarme, Preciado.
No le digo que se
equivoca. No le explico que no he venido a matar al padre Rentería,
sino a León María Rentería, jefe de los Pájaros. ¿Cómo me
convenzo de que al llegar fue ese el hombre muerto que abrió la
puerta?
—¿Escucha los
tiros, padre?, ¿cuándo comenzaron?
—Los escucho,
Preciado. ¿Comenzar?, no sé si alguna vez se han detenido.
Hay un grito tan
fuerte que hace temblar las paredes. Puedo imaginar el horror que se
desata tras los muros de esta iglesia. Un niño corre hacia el monte
con su hermanita de la mano. Su padre se ha quedado en la sala con la
escopeta apoyada en la rodilla y espera el momento justo para
aquietar la picazón de su dedo índice con el gatillo. Una mujer
conjuga gritos con llanto: «nosotros no hemos hecho nada. Aquí no
hay nada. Por favor, por favor,
déjennos en paz».
«¡Ah!, cállate», le responde una bala en su pecho y los niños
quedan a otro disparo de ser huérfanos.
—¿Quiénes son,
padre?
—Otra cara de la
muerte, Preciado, una que no sabe de colores y no siente lo político.
Respiro hondo.
Preparo mi pregunta.
—¿Cómo era
Martín Preciado?
El padre Rentería
no le da tiempo al recuerdo de llegar y arranca como si su respuesta
fuera ya mecánica.
—Tenía la espalda
ancha y el pelo crespo que lleva usted. Usaba el chaleco semi abierto
y guardaba el revólver en la espalda. Su cuello se hinchaba para
hablar de Gaitán y con la mano se golpeaba el pecho. Lo vi arrastrar
con desencanto la vida en las mañanas tristes de colegio. Antes de
ser padre lo bauticé «Momia». Antes de morir me llamó «Pájaro».
No puedo llorar por
un hombre que no conocí. Agarro el revólver y voy hacia la puerta
de la calle. Le pregunto al padre Rentería si quiere que ponga el
candado, me responde que no, que para qué. Es verdad, ¿para qué?
—Preciado…,
perdóneme porque he pecado.
—No hace falta,
padre, usted sabe que todos nacemos condenados. Al mundo se viene
perdiendo.
—Y sin oportunidad
de empate. ¿A dónde se va a dirigir ahora?
—Siempre nos
dirigimos a la misma parte, padre…: hacia la muerte.
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