LOS VISITANTES
Transcurría callada
la noche, como todas las noches en aquel pueblo que parecía olvidado
por Dios. Rosario y su anciana madre cenaban. El antiguo reloj de
pared marcó las siete. Siete campanadas lentas. Ambas mujeres
experimentaron como si esos sonidos a los que estaban acostumbradas,
esta vez les hubiesen tocado la médula. Rosario levantó la mirada y
la perdió en el vacío de aquella sala inmensa, después de un rato
de silencio miró a su madre y de repente giró su rostro hacia la
ventana, como quien espera algo. Se sobresaltó, abrió sus grandes
ojos verdes y el corazón le dio un vuelco en su pecho. El aire
estaba helado y así como un dolor tenue y permanente entraba por la
puerta de la cocina. Rosario continúo callada comiendo y mirando de
forma continua hacia la ventana, no lo podía evitar, tanto así que
su madre notó el insistente movimiento pero no dijo nada. De repente
se escuchó un estruendoso ruido en el techo. Ambas quedaron
petrificadas sin saber que hacer, parecían dispuestas a correr pero
se encontraban paralizadas por el miedo. El ruido cesó de repente y
en forma total, así como el final de una historia, sin dejar pistas
de si regresaría. Después de un instante, Rosario respiró
profundamente y dijo:
-Creo que fue un
gato o una rata en el tejado.
Su madre se apresuró
a contestar:
-No puede ser...
nunca hacen tanto ruido. Es mejor que vayamos hasta la caseta del
vigilante.
- Pero a mí me da miedo salir, recuerda que hace dos días el alumbrado se encuentra dañado, todo está muy oscuro allá fuera.
Fue la respuesta de
Rosario, pero al terminar de pronunciar la frase, las luces de la
casa se apagaron.
-Se fue la energía
Dijo Rosario,
tratando de sonar lo más natural posible, no quería que su madre se
diera cuenta que además de estar espantada, otro sentimiento la
invadía.
-Voy a buscar un
fósforo para encender estas velas”
Contesto la señora,
quien se levantó y cuando tuvo la caja de fósforos en sus manos la
abrió en forma apresurada y encendió con uno de los cerillos las
dos velas colocadas en un par de candelabros y se volvió a sentar.
Las velas encendidas comenzaron a luchar por no dejarse apagar por el
viento que ahora además de entrar por la cocina parecía penetrar
por cada rendija de la casa, el esfuerzo de éstas fue infructuoso,
de un momento a otro se extinguieron. El lugar quedó alumbrado de
manera tenue por la débil luz que emitía todas las noches la
lámpara de petróleo encendida por costumbre y ubicada encima del
muro que dividía la sala del comedor.
-Ojalá no demore el
daño en la energía.
Dijo Rosario,
tratando de romper el silencio. El comentario fue interrumpido por un
viento fuerte y helado que azotó al tiempo las puertas de la cocina
y del estudio. Al escuchar el golpe seco en la penumbra, las dos
mujeres se levantaron de sus sillas y se abrazaron. Prendida la una
de la otra como aferradas a una tabla de salvación, comenzaron a
caminar despacio hacia la puerta de la calle, ya no cabía duda,
saldrían. Pero Rosario pareció pensarlo mejor y dijo:
-Es mejor llamar por
teléfono al vigilante, el trecho que debemos caminar es largo y está
muy oscuro allá afuera.
-Sí
Respondió la
anciana. Rosario se dirigió al teléfono, levantó el auricular pero
sólo escuchó un doloroso silencio que la llenó de un sentimiento
de derrota.
-Parece que también
se dañó el teléfono. Mamá no hay remedio, debemos ir hasta la
caseta del vigilante.
Ambas mujeres se
dirigieron a la puerta de entrada de la casa, la señora se adelantó
y trató de abrirla pero no lo logró, se encontraba atrancada.
Rosario apartó a su madre e intentó que la cerradura respondiera
pero fue inútil. Algo parecía impedir que abriera. Rosario sin
pensarlo dos veces se dirigió a la ventana, su madre se quedó allí
de pie observándola. Rosario corrió la cortina y su rostro expresó
sorpresa y tranquilidad al ver hacía el otro lado del vidrio. En ese
instante dijo:
-Ah, son ustedes, ya
están aquí.
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