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Concurso de Cuento corto: La Paz se hace letra 20.17: La Oposición.



La Oposición.

Masacraron a toda mi familia delante de mis ojos. Todo fue culpa de papá. Porqué no entendió, que en este país no se puede decir lo que uno piensa, sino que se debe trabajar calladito.

Es mejor ser pobre que ser cadáver. Además, ni tan mal vivíamos, uno termina acostumbrándose. Pero a papá le dio por ser revoltoso y querer un ‘‘mejor lugar’’. Vea, ahora todos están muertos.

No sé porqué no me mataron, ni se molestaron en perseguirme. Deben pensar que después de presenciar tanta matanza, no me quedarán ganas de abrir la boca. Pues si así piensan, tienen toda la razón. Es que papá lo sabía, que uno aquí debe cambiar las cosas a fuerza bruta, pero él quiso hacerse el terco y poner su fe en el diálogo. Le advertimos que eso era peligroso, pero siempre decía que alguien tenía que hacerlo. Tal vez se sentía como un héroe, y no contaba con que sólo era un hombre muy vulnerable ante los poderes que manejan todo bajo cuerda.

Los vi caer a todos, estaba tan asustado que ni lloré. Igual y para qué, era mejor recibir mi balazo con la frente en alto. Pero no, me dejaron ir en cuanto acabaron con mi abuelo, el último. Me dijeron que me fuera, me paré y eso hice. Alzé los pies para no pisar a mis finados. Cuando pasé la puerta, corrí tan rápido, tan rápido como nadie jamás lo ha hecho. Me metí entre los matorrales, que ni sé para qué si ellos no me iban a perseguir. Pero quién puede razonar en una situación así. Si nosotros sólo éramos trabajadores. Cultivar es lo único que sabemos hacer, no sabemos ni de política, ni de combates de guerrillas, ni de nada más que no sea cuidar del campo. Papá decía que la guerrilla no era el camino, y yo estoy de acuerdo, pero la guerrilla no, por eso nos mataron a todos, porque yo también me sentí muerto.

Corrí y corrí por mucho tiempo, corrí hasta que la fatiga me espantó el miedo. Llegué a un pueblito cercano. Pasando la entrada, estaban velando a una anciana, lo supe por el nombre que había en la cinta del ramo de flores. Me acerqué y vi a un niño cerca del ataúd destapado, llorando con una enorme nostalgia. El niño miraba a su abuela, supongo, y lloraba, pero no como un niño, sino como un viejo, sollozando y dejando caer las lágrimas sin gesto alguno. Entré al funeral, me senté en el primer asiento que vi y lloré, pero no como un viejo, sino como un niño, porque del miedo, no había tenido alientos para llorar, y ahora sin él, podía desahogarme hasta que me ardieran los ojos.

L. Byron


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