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Concurso de Cuento corto: La Paz se hace letra 20.17: Que Dios las saque de penas y las lleve a descansar…




Que Dios las saque de penas y las lleve a descansar…

Lo despertó aquel ruido molesto. En las últimas dos semanas había sido difícil para él conciliar el sueño. Además del calor que hacía por la noche en Cali, en donde no bastaba con dejar encendido el ventilador para lograr dormir, ahora debía lidiar con ese sonido que lo despertaba en la madrugada.

—¿Quiénes serán los que hablan a esta hora? —se preguntaba Martín—¿Tres de la mañana? Dios. Ahora no podré quedarme dormido. Y dentro de pocas horas tendré parcial de inglés. ¡Gracias queridos vecinos! ¡Ya me arruinaron el día!—pensó, visiblemente enojado.

Le costó despertarse y por eso se retrasó para salir de casa. Debido a que la ruta P10A tardó mucho en pasar, Martín tuvo que caminar desde la estación de Universidades para llegar a tiempo a su examen. Y mientras lo hacía, agitado por la prisa que llevaba, se decía en voz alta:

—¿De qué lugar provendrán esas voces? Quizás sea don José, que por tener alzhéimer se levante a hablar a esa hora, o tal vez alguna persona que deba ir a trabajar temprano. Pero me parece tan raro… Casi quince días seguidos la misma situación. Si esto sigue así, voy a volverme loco.

En horas de la tarde, Martín aprovechó la ocasión para visitar a su novia, puesto que su profesor de sociolingüística no pudo ir a dar clase. Al llegar a casa de Johanna, saludó a doña Carmen, su abuela. La anciana era seria y reservada, pero también muy amable. Su fe era su característica más notoria, puesto que mantenía un altar a Jesús, a la virgen María y a otros santos en la sala. Martín se esforzaba en ser respetuoso cada vez que la veía y trataba de llevarle un pan de mil pesos en cada ocasión. Poco a poco se fue ganando su aceptación e incluso sus oraciones.

Esa noche, mientras hablaba con Johanna sobre fantasmas y sustos, esta le contó que su abuelo Harold, cuando era joven, había tenido una experiencia inusual:

—…y cuando mi abuelo salió de ese bar, más prendido que arbolito de navidad, se llevó el susto de su vida. Nos contó que unos perros negros iban delante de él mientras caminaba para su casa y que no se le despegaban. Cuando mi abuela abrió la puerta para que él entrara, Harold le dijo que le ayudara a espantar esos chandosos, pero en la calle no había rastro de esos animales.

—Pero, ¿qué eran esos perros, alguna bruja o un espanto?— preguntó Martín. Johanna le respondió que, según su abuela Carmen, eran las ánimas.

—Mi abuela suele encomendarnos a todos a las ánimas—explicó ella—. Incluso ha empezado a hacerlo contigo, mi amor— agregó.
Al escuchar esto, Martín sintió un escalofrío. Al instante recordó aquellos ruidos que no le dejaban dormir y se preguntó si estarían relacionados con aquellos seres que vagan en el purgatorio.

—Amor, ¿hace cuánto empezó tu abuela a orar por mí?— indagó Martín.

—Pues, creo que comenzó hace unas dos semanas— comentó Johanna— Aquel día que te fuiste tan tarde con tu laptop, ella me confesó que te encomendó a las ánimas para protegerte del peligro.

Luego de despedirse de su novia, Martín se dirigió al paradero. Para su sorpresa, al doblar una esquina, encontró un perro negro con las patas delanteras de color blanco, que le siguió hasta el lugar en donde abordó el bus. Sin embargo, el chico no le prestó atención. Finalmente, tras un recorrido de 20 minutos, Martín llegó a su barrio. Pero algo le dejó sin aliento: aquel perro, de patas blancas, le esperaba paciente en el lugar de su parada. El muchacho, asustado, salió corriendo para huir del animal.

En su habitación trató de conciliar el sueño. Y lo había logrado, hasta que el reloj marcó las tres de la mañana. En ese momento, escuchó unos susurros. Martín abrió sus ojos y vió un grupo de personas orando al lado de su cama. Al tratar de ver sus caras, notó que estas lo observaban. Martín perdió la conciencia luego de mirar unos espantosos rostros cadavéricos, cubiertos con velos casi transparentes.

El Caballero de las Flores.

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