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Concurso cuento corto: Un beso en la ventanilla




Un beso en la ventanilla
 
–Tuviste que haberlo visto con tus propios ojos
 
–Vamos, es que es muy poco creíble.
 
–Te juro por todo lo que tengo que es cierto.
 
–A ver… Cuéntame la historia otra vez.
 
–Está bien. Estaba yo tranquilo leyendo un libro para pasar el tiempo mientras el vuelo terminaba, cuando de la nada, el piloto nos dice que tenemos que hacer un pequeño desvío porque hay una tormenta justo en frente de nosotros.
 
–Sí.
 
–Y bueno, ya me ardían los ojos por estar leyendo entonces miré las nubes y fue ahí cuando la vi.
 
– ¿A quién?
 
–A la mujer más hermosa que he visto en mi vida.
 
– ¿Estaba sentada a tu lado o qué?
 
–No, hombre, en las nubes.
 
– ¿En las nubes?
 
–Sí.
 
–Vamos, ¿en serio?
 
–Te lo juro.
 
–Bueno, ¿y entonces?
 
–Pues que esta mujer estaba desnuda, apenas se tapaba el pubis con la mano y sus senos los cubría su cabello castaño. Ya sabes, así como las mujeres que están en esos cuadros del museo, pero esta mujer no se compara con ninguna de esas musas, hombre, te lo digo. ¡Era hermosa!
 
–Una mujer desnuda en las nubes. Sí, claro, y de paso también viste un extraterrestre,
 
¿cierto? –Y se echa a reír.
 
–Ehh, hombre, que te estoy hablando en serio.
 
– ¡Ja, ja, ja! Calma, calma, digamos que te creo. ¿Y qué pasó después?
 
–Llega esta diosa y se levanta de la cama de nubes en la que estaba acostada, me mira fijamente y empieza a caminar hacia mí. Me asusté y cerré la persiana de la ventanilla.
 
– ¿Y por qué te miró a ti? Ni que fueras el único hombre en ese avión.
 
–No lo sé, hombre, no lo sé. –Y se queda callado por un momento–. La curiosidad mató al gato, ya sabes. Lo pensé mil veces pero abrí la persiana y entonces estaba más cerca. Tuviste que haberla visto caminar. ¡Dios santo! Es que ese movimiento de cadera volvería loco hasta al más casto. Cerré la persiana otra vez y empecé a mirar nerviosamente a mi alrededor. Todos seguían en sus asuntos. Nadie se percataba del espectáculo que estaba pasando allí afuera.
 
– ¿Y qué hiciste luego?
 
–Pues abrí la persiana y ella estaba justo encima del ala del avión. Nuestros ojos se encontraron. ¡Hombre, no se han visto ojos más brillantes que los de esa mujer! Debiste verlos, te lo digo, debiste verlos.
 
– ¿Y de qué color eran sus ojos? ¿Verde esmeralda? ¿Azul cielo? –dijo algo sarcástico.
 
–No. Eran marrones.
 
– ¿Marrones? ¡Pero si hay millones de ojos marrones en esta ciudad, en el mundo entero!
 
–Pero ningunos como estos, te lo digo. ¡Esos ojos brillaban más que el propio sol! Después de caminar unos pasos, se detuvo y me sonrió. Te juro que me tembló el alma cuando la vi sonreír, pero de esa tembladera buena, ¿sabes? De esa que dan ganas de cerrar los ojos y desaparecer.
 
–Te volviste poeta, pues.
 
–Cualquiera se volvería poeta por esa mujer.
 
–Ya, deja tu cursilería. ¿Qué pasó después?
 
–Bueno, que llega esta mujer, abre los brazos y empieza a bailar. Uno, brazos arriba, dos, cabeza a los lados, tres, da una vuelta y cuatro, vuelve a empezar. En una de esas vueltas sus senos quedaron descubiertos. ¡Ah!, hombre, he visto muchos senos en mi vida pero ningunos como esos, te lo juro. Y ni hablar de sus nalgas. Firmes, grandes; de vez en cuando le daba por saltar y bueno, debiste verlo, hombre, debiste ver esas nalgas saltar. Y entonces, después de un rato, esta mujer se acerca con cuidado, como midiendo cada paso, hasta que pone su mano en el vidrio y luego, muy despacio, sin quitarme la mirada de encima, pone sus dulces y carnosos labios en la ventanilla. El corazón me dio mil vuelcos,
 
hombre, te lo juro. Y entonces sonríe, me mira, se da vuelta y se aleja lentamente hasta perderse en medio de las nubes dejándome sin nada más que la marca de sus labios en el vidrio frío de la ventanilla.
 
–¡Ja, ja! Qué buena historia. ¿Sabes? Ya que andas de poeta deberías escribirla.
 
–Eso haré, hombre, eso haré.
                                                                    Thomas Franco

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