Concurso cuento corto: Zozobra


 
Zozobra

Estábamos en el jardín cuando ellos llegaron y nos dijeron: «Tienen hasta mañana en la tarde para irse o los matamos». Esta era la tercera vez que nos sacaban de algún lugar, y el pueblo ya comenzaba a agradarnos. Corrí con mi esposo al interior de la pequeña casa en la que vivíamos y cerramos la puerta. Lo primero que hice fue asegurarme de que Nahuel, nuestro hijo, siguiera dormido, y luego empezamos a empacar. Esa noche nos desvelamos pensando en nuestro siguiente destino. En la madrugada le di algo de leche al bebé y luego caímos rendidos sobre un par de colchas. Pero a las seis de la mañana nos despertó un estruendo en las ventanas. Carlos fue despacio hasta la habitación del niño y regresó angustiado: «Se llevaron al bebé», dijo, «lo van a matar». Ambos salimos rápidamente de la casa y empezamos a recorrer las calles del pueblo. Preguntamos en todas partes si habían visto a un grupo de monjes con un bebé, y ninguna persona nos daba alguna indicación, solo decían: «Váyanse, los van a matar». Nosotros asentíamos, porque sabíamos que era en serio. Ellos nos tenían en la mira. Nadie podía hacer nada, siempre había sido así, nadie hacía nada cuando ellos decidían. Claudia, mi vecina, dijo que los vio correr con el bebé hacia las montañas. Yo no podía parar de llorar. Pronto nos atraparon las tres de la tarde y tuvimos que regresar a la casa, frustrados. «Ya está muy tarde, tenemos que irnos», dijo Carlos. Tomamos las maletas que habíamos hecho en el transcurso de la noche y le dijimos adiós a la casa. Antes de salir miré por última vez la habitación de Nahuel, pero sabía que allí no encontraría más que una cuna vacía; fue como un acto de optimismo masoquista. Empezamos a caminar hacia las afueras cuando Claudia se asomó a la ventana de su casa y nos gritó: «¡Corran, ahí vienen!», entonces los vi, alcancé a ver las sotanas y las cruces y las veladoras. Venían tras nosotros. Comenzaron a correr. Carlos me sujetó de la mano y tiró las maletas, «vamos, vamos», dijo, mientras corría y me halaba. Por más que tratábamos de perdernos entre los arbustos de un bosque que rodeaba al pueblo, seguíamos sintiendo sus pasos tras nosotros, nos pisaban los talones. Escuché los gritos, los insultos, los versos bíblicos en voz alta, el sonido de sus escapularios, la fricción de los cuchillos; nos iban a cortar como lo habían hecho con nuestros amigos en los otros pueblos de los que nos sacaron. Sentí una vez más el dolor indescriptible del desprecio, la ira. Sentí la furia de Dios, y pensé que no tenía sentido. Entonces miré a Carlos y le pregunté en medio de la zozobra:

¿Por qué a nosotros?

Él no me respondió. Siguió corriendo y halando.

Dígame a dónde vamos a ir, Carlos insistí.

Él suspiró. Se detuvo por un instante, me sujetó de los hombros y dijo:

No sé, Marlon, no sé, pero no mires atrás, nosotros atrás no cabemos.


                                                                                                                                  Luke Franco
 

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