Cuando era él
Hubo un tiempo en que pensaba mucho en los caballos. Ahora soy uno
de ellos. Recuerdo que me quedaba extasiado por la tranquilidad que
demostraban. Todos los días que salía de mi casa de campo, los veía pastando
con sus cuerpos atléticos, llenos de músculos. Era una manada de diez caballos
que vivían apaciblemente en su entorno. No salían de mis pensamientos. Consulté
en una enciclopedia algo acerca de ellos. Recordé que pertenecen a la familia
de los mamíferos y que técnicamente se denominan cuadrúpedos, y que además
habían llegado aquí por la colonización desde Europa. También me di cuenta que
son muy resistentes y que poseen una fuerza imperiosa –bueno, eso decía ese
libro gordo que consulté −. Con esto era suficiente, no necesitaba
especializarme. Sabía lo esencial.
Cada madrugada, me levantaba con la prontitud de una atracción
eléctrica al estilo de los electrónes en el núcleo del átomo. Y me sumergía en
la contemplación de su tranquilidad y vigor. Habían constituido una familia,
parecía que se vigilaban mutuamente. Desde la primera vez que los vi supe que
existía un vínculo; algo extraordinario y extraño me unía a ellos. Sólo bastó
detenerme aquella madrugada y verlos pastar en la grama espesa de estos campos,
sí, la hundimos a cada pisada (y sólo yo sé cuán espeso es) en el terreno de
estas montañas. Una mañana aislé a uno con la mirada, lo detallé palmo a palmo.
Su cabeza cóncava, sus ojos de mirada profunda proyectaban en mí una conexión
alucinante. Su lomo era esbelto, su cola de un volumen mágico y sus patas
torneadas, talladas por los músculos, parecían dos vigas inquebrantables. Creo
que fue su tranquilidad lo que más me atrajo hacia ellos. Es que no tenemos
afán, no hay necesidad de galopar; todo lo que necesitamos está cerca, el pasto
abunda.
Sí, fue su tranquilidad ineluctable lo que me atrajo hacia ellos
la primera vez que los descubrí. Era lo que yo buscaba. Luego, aprendí mejor el
manejo de las patas traseras y delanteras, (fue algo difícil porque yo sólo
contaba con dos extremidades). Así supe de la presencia de una vida diferente.
Otra manera de ver y sentir. Nunca advirtieron alguna reacción frente a mi
presencia; taciturnos y ensimismados resoplaban suavemente. Sí, la conexión
existía, y estábamos más cerca de lo que yo podría imaginar. Lo supe antes de
ser uno de ellos.
No hacía más que pensar en ellos. Iba todos los días. Cada
madrugada el reconocimiento ascendía. Por ello, no le encuentro nada de extraño
a lo que sucedió. Mis brazos descansaban en el alambrado del cerco. Mis ojos
(como siempre) trataban de descifrar el enigma de su ser. Como si se tratara de
un “zoom” de cámara que corta a primer plano, observé de cerca la figura de uno
de ellos. Sin alteridad, sin sorpresa, vi mi cara fija del otro lodo del cerco,
fuera de este espacio herbal. Él se apartó y entonces comprendí. Lo único raro
era seguir pensando como antes. Saber lo que había ocurrido. Del otro lado
observaba mi cuerpo. Por intervalos de tiempo él (el hombre apoyado en la
cerca) se sumergía en el letargo de nuestro misterio. Él observaba mi cabeza,
mi cuerpo lleno de músculos. ¡Yo era un caballo! Lo advertí de manera
instantánea. Él, ese hombre, estaba fuera del cerco, y yo, yo estaba en mi
mundo; limitados a la profundidad de nuestros ojos que miraban al hombre
apoyado en la cerca.
Dejó de venir seguidamente. Viene menos ahora y pasa menos tiempo.
Pasa meses sin asomarse. Hoy lo vi. Me miró extasiado y se marchó agitado.
Pienso que no tenía interés por nosotros, que su costumbre sólo obedecía a un
capricho, a un hábito que adquirió. Pienso que la conexión erigida entre
nosotros se ha cercenado, el hilo rojo se rompió. Creo que logré transmitirle
algo de esto cuando todavía era él. Lo único que me alegra es que acaso creará
una historia sobre nosotros.
Julio Bolaño
Comentarios
Publicar un comentario
Tus comentarios enriquecen nuestra Biblioteca ¡Gracias por Visitarnos!