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Concurso cuento corto: LECCIÓN DE VUELO



LECCIÓN DE VUELO

Por: Wago

La primera vez que lo vimos llevaba una camisa que le iba grande, un corte de cabello anticuado y una sonrisa entusiasta, producto de la juventud. El supervisor lo presentó como el sustituto de M, que no había soportado la presión del puesto. Yo completaba mi primer mes y simpaticé con él rápidamente. La energía y el potencial de los que solo necesitan experiencia fue la única cosa en común que necesitamos.
 
Durante los primeros días lo vi escuchar atentamente mis consejos de hermano mayor como si mi experiencia fuese superior a la suya. En cada ocasión asentía sin rechazar nada. El trabajo no era sencillo: el papeleo era abrumador y los colegas eran una verdadera peste cuando se lo proponían, pero él aseguraba poder lidiar con todo ello. Se le veía llegar con una sonrisa grande y verdadera, que portaba como un anillo de bodas durante ocho grises horas. Se limitaba a hacer su trabajo lo mejor posible y, por sobre todo, a sonreír. Esa curva en su rostro hacía pensar: este hombre ama lo que hace.
 
Un viernes de fin de mes salimos a beber con algunos compañeros a un bar de la zona. Yo me reía de las bromas que hacían y asentía a sus comentarios buscando agradar. Mientras él, instalado en su silla, con una cerveza para toda la noche y la mirada más allá de nosotros, apenas intentaba sobresalir. Finalmente, a causa de la presión grupal, se me hizo tarde y él, que no vivía a una hora de allí, me convidó a su casa.
 
Adentro, al otro lado de la puerta, me topé con una galería fotográfica. Las imágenes de todos los tamaños, en diversos registros y desde diferentes ángulos reposaban en las paredes. Rostros y paisajes colmaban el lugar. Las luces, tenues y sofisticadas, daban a al lugar un aire de bohemia y museo a la vez. Me ofreció el sofá y algo de comer. Mientras mascaba pregunté el porqué de tantas fotos. Sin inmutarse respondió que él mismo las tomaba, que esa era su pasión y que un día viviría de hacer lo que ama. La sonrisa permanecía intacta, pero la fuerza en sus ojos me hizo comprender que todos vivíamos engañados.
 
Las semanas siguientes, muy a pesar de su buena voluntad, la inexperiencia se manifestó en errores de aprendiz, y entonces se hicieron frecuentes las visitas a la oficina del supervisor. Sin embargo él salía de ahí con la misma sonrisa triunfante con que había entrado. Había quien me preguntaba si mi amigo no aflojaba la cara ni para dormir. Yo ya sabía que mentía y que su sonrisa no correspondía a su mirada. Recuerdo con claridad la última vez que atravesó la puerta del supervisor; pasó cerca de mi escritorio y murmuró: Hay que volar.
 
Por ese entonces empecé a notar que su sonrisa se había tornado pícara, como si escondiera algo. Al mismo tiempo había comenzado a usar camisas cada vez más grandes, tratando de esconder una joroba que crecía, y que yo atribuía a estrés laboral.
 
Al día siguiente no se apareció por la oficina. El supervisor no pudo de contactarlo por ningún medio y ni siquiera yo fui capaz de imaginar lo que sucedería. La mañana del lunes siguiente los trabajador es se agolparon en las puertas, bloqueadas desde adentro. Cuando alguien intentó dar una explicación lo vimos. Asomado a una ventana del último piso, con su sonrisa perpetua, se precipitó al vacío provocando un aullido general, que con el correr de los segundos se convirtió en escepticismo cuando nuestros ojos conformistas contemplaron al sustituto, a mi amigo, agitar dos poderosas alas y elevarse orgulloso sobre los edificios y nuestro gris cotidiano. Lo vi sonreír con su mirada y me alejé del tumulto pensando en lo equivocado que vivía, y que definitivamente yo también debía aprender a volar.

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