Noche
de
Karaoke
Nos sentamos
los
tres.
Salcedo
bien arrimado
a
mi
silla,
esforzándose
en
lucir tranquilo
contra
la
presión
de
mi
muslo
izquierdo,
y
la
culebrita
esa,
que
casi
se
va
de
bruces
al
tratar
de pasar
una
pierna
por
encima
de
la
butaca
de
la
barra.
Estaba
igualita
a
cuando
estudiábamos
juntas:
llevaba
el
mismo
rollo
de pelo
tieso
arriba
de
la
nuca,
mantenía
su horrible
bronceado
de
espalda
–expreso
para
esconder
sus diminutas
pecas
color
marrón–
y sus
uñas
eran
planas
y afiladas,
dispuestas
a
incrustarse
en
los
hombros
del
primer
hombre que
saltara
con
ella
a
la cama.
A la luz
de
los reflectores
de colores
que chillaban
sobre cada
mesa del
bar,
esa
mujer
parecía
una
insinuación
demoniaca
con
sus
senos
colorados,
medio escondidos
en
el
escote
de pañolón
por el
que traslucían
dos
habas
agudas
como
pepas
de sandía
y
de
los que
colgó
sus ojos
el
zángano
de mi
marido.
Hablamos
poco,
en
realidad.
La
Jessi
es
una
víbora
que
cambia
de
facciones
fácilmente.
Mientras
conmigo
se
portaba
fría
y displicente,
a
Salcedo
le
ponía
cara
de
natilla
y le
hacía
muecas
dulzarronas
si
el
embustero
le
confesaba
su
falso
amor
por
los
afiches
de
Elton
John,
Enrique
Iglesias
o
Franco
de
Vita
que
ella
acostumbraba
coleccionar
desde
que
andaba
de avispita
por el
coro
magno de
la universidad.
Fue
su
época
dorada,
dijo
la
culebra.
Solía
cantar
con
Salcedo
en
las
despedidas
de
semestre
y era
capaz
de
prender
una
fiesta
en
el
mismo
polo
sur.
El
enano
torcía
los
ojos
y
me
miraba
riendo
como
un
idiota:
“si
nos
hubieras
visto”,
decía
entre
dientes,
arrugando
la
cara
por
el
esfuerzo
de
la
risa:
“si
nos
hubieras
visto”.
La
culebra
empezó
a
ir
al
baño
por
cada
dos
tragos
que
bebía.
“Tiene
vejiga
de
perro”,
le
dije
a Salcedo
cuando
la
desgarbada
se
levantó
de la
silla
por
tercera
vez.
Mi
marido
frunció
el
ceño
y
su
rostro
lucía
entumecido,
como
si
la
boca
intentara
recuperar
su
forma
natural
luego
de estar
estirada
por
mucho
tiempo.
“No,
Fanny,”,
me
contestó,
“es
que
la
tenés
mareada
con
ese
aliento”.
Dos
horas
después
Salcedo
y
la
culebra
cantaban
a
dúo
una
canción
de
Charlie
Zaa
y
yo
veía
brumas
sobre
las
mesas
del
bar.
Ya
no
recuerdo
cuántos
tragos
llevaba
encima;
sólo
sé que
me harté
de
tanta
melosería
y le
dije
a
Jessi
en
su
cara
de
ponquecito
Bimbo
si
se
había
leído "Kamasutra
para
salseros",
de
un
fulano
que
era
la
última
autoridad
en
sexología
y que
por entonces
dictaba
conferencias
en
la
ciudad.
Le
hablé
de
las
dieciocho
posturas
que
pueden
hacerse
sólo
con
la
ayuda
de
la
cabecera
de
la
cama;
en
especial
me
referí
a
la
posición
del
neo
–
misionero,
en
la
que
el
vigoroso
y
diestro
de
mi
marido
y yo
teníamos
mucha
práctica.
Aquí
el
animal
de
Salcedo
me
interrumpió
con
su
cara
sudorosa
y esa
risita
nerviosa
que
le atacó
cuando
tuvimos
nuestra
cita
con
el
sexólogo.
Quiso
pedir
la
cuenta
pero
yo
me
apresuré
y le
dije
a
la
culebrita,
que
me
miraba
completamente
turbada,
si
a
ella
alguna
vez
se
lo
habían
hecho
a
lo
neo
–
misionero,
si
nunca
le
habían
mordido
su
espalda
rellena
de
pecas.
Entonces
Salcedo
tosió, enrojecido
y
lacrimoso,
mientras
la flacucha
buscaba
huir del
bombardeo
que le infligía
mi
cuestionario
erótico.
Sus
enormes
pechos
se
fueron
desinflando
y la
cara
se
le puso
afilada
como
la
de
un
reptil
mientras
le
explicaba,
agarrando
a
mi
marido
por
las
piernas,
cómo
se
daba
un
buen
masaje
pre
sexual.
Yo
vi,
lo
juro,
y ahora
el
payaso
de
Salcedo
me tilda
de loca,
cómo
el
torso
de esa
mujer
se escurría
debajo
de la mesa;
cómo
escama
por escama
caía
la
piel
en
la
cerveza.
Yo
lo
vi
y empecé
a
gritar;
el
enano
trató
de
taparme
la boca,
vinieron
dos
grandulones
que me enredaron
los
brazos
debajo
de
los
sobacos
y
yo
blasfemaba
contra
ese
animalejo
oscuro
e invertebrado
que huyó
reptando
entre
la bruma chillona
del
bar y
me dejó
con
la pregunta
en la boca:
“¿Ve,
Salcedo
sabe
hacer
el
amor?,
¡a mí
no me lo hace!”.
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