Infarto
Mi
hermano
y
yo
hicimos
un
trato
cuando
teníamos
siete
años:
El
primero
que
muriera
volvería
desde
las
tinieblas
para
decirle
al
otro
cómo
era
la
muerte.
Y
así
fue.
Una
noche
el
teléfono
sonó
tres
veces.
Mamá
contesto.
Yo
lavaba
los
platos.
Después
de un
silencio
incómodo
mi
madre
se tiró
al
suelo
y
lloró
durante
horas
sin
decirme
nada.
Sin
embargo,
lo
supe
desde
el
momento
en
que
colgó.
Daniel
había
muerto.
Toda
la
familia
fue
al
funeral.
Me
pasé
la
ceremonia
entera
tratando
de
calmar
a
mamá.
Cuando
todo
acabó
y
regresamos
a
la
casa
comenzó
mi
martirio.
No
quería
ver
a
Daniel.
Me
atormentó
el
trato
necio
que
habíamos
hecho,
y
eso
impidió
que
pudiera
dormir.
Resistí
despierto
las
dos
primeras
noches,
con
el
televisor
encendido
y una
lámpara
junto
a
mi
cama.
Pero
al
tercer
día
estaba
deshecho.
Me
desmallé
en
clase
y
luego
de
ir
al
médico,
mi
madre
supuso
que
mi
falta
de
sueño
era
por la
depresión.
Sí,
yo
estaba
triste,
pero
cualquier
persona
con
tristeza
habría
dormido
para
escapar
de
ella.
Mi
insomnio
era
producto
de
un
miedo
absurdo
y de
algo
que
a
lo
mejor
no
era
posible.
Pude
convencer
a
mamá
de
que
todo
estaba
bien,
y
traté
de
entretenerme
con
actividades
cotidianas;
evitando
lo
inevitable.
Leí
Viaje
al
centro
de
la
tierra
en
solo
seis
horas.
Vi
dos
temporadas
de
House
of
Cards
en
la
sala
mientras
comía
todo
lo
que
podía
para
alejar
el
sueño.
Lavé
el
baño.
Planché
mis
camisas.
Vi
las
telenovelas
con
mamá;
ella
solía
verlas
con
papá,
pero
él
también había
muerto.
Completé
ochenta
y
dos
horas
sin
cerrar
los ojos. Sin
embargo,
mi
anatomía
me traicionó.
Esa
noche
caí
rendido
sobre
la cama
con
el
control
de la
consola
en
mis
manos.
No
soñé.
Todo
fue
calma
y
silencio
hasta
que
escuché
el
chasquido
de
unos
dedos
y
abrí
los
ojos.
No
pude
moverme.
El
televisor
estaba
apagado
y el
cuarto
iluminado
por
la
luz
tenue
de
una
lámpara
en
la
calle.
Traté
de
tomar
el
control,
pero
mi
mano
estaba
congelada.
Entonces
lo
vi,
era
Daniel.
Estaba
ahí,
de
pie
junto
a
la
cama.
Me
miraba
fijamente.
Quise
llamar
a
mamá,
pero
no
podía
hablar.
Cerré
los
ojos
y
volví
a
abrirlos.
Daniel
estaba
ahora
más
cerca.
Su
cara
frente
a
la
mía.
Olvidé
el
padre
nuestro,
olvidé
las
avemarías,
olvidé
todas
las
oraciones
que
cualquier
hijo
de
familia
católica
conoce
desde
la infancia.
Los
ojos
de
mi
hermano
no
eran
sus
ojos.
Sentí
lastima
en
su
mirada.
Luché
contra
la
fuerza
sobrehumana
de mi
congelamiento,
pero
apenas
logré
mover
los
dedos
de mis
pies.
Una
sombra
se
levantó
tras
la
silueta
de
Daniel
y puso
su
mano
en
el
hombro
de
mi
hermano.
No
reconocí
al
que
estaba
atrás,
pero
los
dos
me
observaban
con
lástima
y
no
pude
hacer
más
que
llorar.
Como
no
podía
hablar,
me
llené
de
valor
y
pensé
en
la
pregunta
que
ambos
nos
hicimos
aquel
día.
«¿Cómo
es
allí,
Daniel?».
Él
sonrió.
Acercó
su
boca
a
mis
oídos
y un
susurro
caliente
recorrió
mi
cabeza:
«Morir
es
ver
a
los
que
quieres
y no
poder
decírselos».
Volvió
a
chasquear
sus dedos,
un
dolor
insoportable
me
atravesó
el
pecho
y
mis
ojos se cerraron.
Al
despertar
vi
la
luz
del
sol
en
la
ventana.
Me
levanté,
fui
a
la
puerta
y
cuando
iba
abrir
observé
a
alguien
en
mi
cama.
Salté
al
percatarme
de que
ese
alguien
era
yo.
Dormía
plácidamente,
dormía
para
siempre.
Mamá
entró
en
el
cuarto
y
me
llamó,
pero
luego
de
sacudir
el
cuerpo
flácido
durante
largo
rato
comprendió
que
yo
no
estaba
allí.
Volvió
a
llorar
desconsolada.
Quise
acercarme
para
ayudarla.
Quise
darle
un
abrazo,
pero
no
podía
verme,
no
podía
escucharme.
Sí.
No
podría decirle
que la
quería
porque
eso
era
la
muerte.
Morir
es
ver
a
los
que
quieres
y no
poder
decírselos.
Una
sombra
tocó
mi hombro.
Me
giré
y
allí
estaba
Daniel
junto
a mi
padre.
Los
dos me
esperaban.
Luke
Franco
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