En el paradero se
quedan
Sonó la alarma del
celular a las 5 a.m. Andrés se despertó y se sentó en el filo de
la cama. La cabeza le bombeaba y el dolor de cabeza se hizo presente,
producto del alcohol que había bebido con sus amigos, algunos
conductores y ayudantes de Líneas del Valle. Sólo durmió 3 horas,
por eso el guayabo que tenía lo estaba atacando sin tregua. Pensando
en el día que apenas comenzaba, se dijo: “no vuelvo a beber”.
Como se gastó la
plata que había recibido del turno del domingo en guaro y cerveza,
Andrés tuvo que salir sin desayunar. Apenas se tomó un café que
había quedado del día anterior. Tenía que llegar rápido al
parqueadero para salir con Carlos. Cuando se es ayudante de
motorista, hay que llegar temprano para cuadrar con el conductor del
carro y la tarifa del turno. Tipo 5:40 a.m. iba saliendo Carlos desde
Terranova y Andrés se colocaba en su sitio, en la puerta de la 2052,
gritando a todo pulmón: “Cali directo, Cali Cali”.
La brisa fría de la
mañana golpeaba suavemente en el rostro del joven ayudante, mientras
la buseta 2052 andaba a 10 kilómetros por hora. Iba demasiado
despacio, con el fin de ir llenando el cupo del vehículo, que
constaba de 16 asientos. A Andrés no le gustaba mucho esta buseta,
puesto que no podía llevar muchos usuarios y eso significaba menos
plata. Además, la gente no colaboraba y se quedaba al lado de la
puerta. En ocasiones, a la salida del barrio jamundeño, el automotor
iba con cupo lleno y el ayudante tenía que insistir a los usuarios:
-Por
favor, nos vamos ubicando al fondo… Siga mami, que al fondo está
vacío.
-¿Cuál vacío,
señor?-le respondió una mujer con blusa azul claro de rayas y
pantalón azul, posiblemente cajera de La 14- Noo, déjeme yo me bajo
aquí.
-Espere, mi reina,
no se me sulfure. Mire, aquí hay un puesto-respondió Andrés,
poniendo un cojín sucio y viejo al lado del motorista. La mujer
aceptó de mala gana, pensando que eso era mejor a irse parada.
Andrés se armaba de mucha paciencia, puesto que episodios así se
vivían a diario.
El dolor de cabeza
le iba pasando a Andrés. Tenía tremenda fatiga y también cierto
tufillo, pero no podía dejar de trabajar. Un día perdido
significaba veinte mil pesos que dejaba de recibir, de los cuales
diez mil iban para el alquiler del cuarto donde dormía, cinco mil
para la manutención de su hija Valentina, de 5 años y los cinco
restantes para las comidas. A veces Carlos le daba una liga extra o
le gastaba una empanada con café al desayuno, puesto que sentía
algo de pesar y afecto por el muchacho.
-Viejo
Andrés, -dijo mientras conducía- ¿cómo le fue anoche? ¿Mucha
rumba o qué?
-Ahí
suave, viejo Charlie -comentó Andrés- Nos tomamos tres botellos y
un canasto entre cinco.
-Jum, hermano…
Deje de beber tanto. ¿Usted no quiere progresar? Sea juicioso para
que lo dejen manejando aquí.
-Pues sí, pero
tengo que reunir para la licencia como doscientas lucas-respondió
Andrés-Vos sabés que ando apretado con las cosas de la escuela de
la niña.
-Señor,
¿me deja en el paradero?-intervino una pasajera, cortando la
conversación.
-En
el paradero se quedan-gritó Andrés, mientras agitaba la mano al
carro de atrás pidiendo orilla.
Después de eso no
hablaron más. El turno pasó volando. Hicieron cinco recorridos en
total ese día, ida y venida; ya en la noche Andrés se sentía
extenuado. Contó todo el dinero que había cobrado a los pasajeros y
se lo pasó a Carlos. Este le devolvió un billete de veinte doblado
y le preguntó:
-Mañana
voy pa’ Buga. ¿Se va a pegar o qué? Le pago veinticinco barras.
-De
una, papi. ¿A la misma hora?-preguntó Andrés.
-Sisas.
No se vaya a quedar dormido. ¿Y ahora pa’ dónde va?-inquirió
Carlos.
-Voy
pa’l estanco del paisa. Me acaba de llamar el viejo Juan, que están
reunidos ahí los de Transur.
Voy
a ponchar con ellos y a tomarme unas chelas.
Antares
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