Tercer Concurso de Cuento Corto: Al Cabo del Silencio





Al Cabo del Silencio

La Pequeña de los Ojos Grises despertó. Estaba tendida sobre el césped en un amplio claro con los destellos dorados del sol calentando sus mejillas. Algunas mariposas volaban en círculos por el aire. Seguía acostada y podía ver las enormes copas de los árboles alcanzar el claro azul del cielo. La Pequeña se incorporó y apreció su alrededor, las mariposas estaban ya un poco más lejos y vio como de a poco se fueron desvaneciendo en las sombras de los grandes árboles que rodeaban el claro. Sintió una ráfaga de viento que levantó varias hojas secas del césped, las hizo volar en un remolino y las puso de nuevo en su lugar. Era un hermoso lugar. La Pequeña de los Ojos Grises estaba tranquila y feliz. Un águila rasgó el cielo azul justo por la mitad del claro y mientras aquellos ojos grises lo seguían, se encontraron bruscamente con lo que parecía ser un enorme rostro. La Pequeña se sobresaltó y cayó de espaldas sobre el césped. El enorme rostro parecía inmóvil y la Pequeña yacía agitada en el césped del claro, esperando el momento en que se moviera. Aquel rostro era de piedra y tenía fragmentos de un material dorado puestos cuidadosamente alrededor de los ojos formando dos arcos que se encontraban rodeados por un arco de fragmentos más grandes sobre lo que sería la frente, la cual era exageradamente alargada como para ser hecha al reflejo humano. La Pequeña se tranquilizó, pues ese rostro era, como todo en ese sitio, un rostro hermoso, pero cuando los ojos de este se abrieron, la Pequeña profirió un grito que debió escucharse a kilómetros de distancia. Pero no fue así. La Pequeña paró de gritar angustiada. Volvió a gritar olvidando por completo el enorme rostro que tenía al frente. Nada. Lo intentó una vez más, pero no obtuvo el resultado que quería. La Pequeña se volvió a incorporar mirando al rostro de piedra mientras este la seguía con la mirada y puso atención a su alrededor. Una ráfaga de viento volvió a pasar despeinándola y por más atención que puso, no lo consiguió. En aquel hermoso lugar, lleno de tantos destellos, árboles y un enorme rostro de piedra, no se oía nada. La Pequeña no podía incluso escuchar su respiración. Esto la angustió, y cuando una lágrima empezó a caer por su mejilla, un dedo de piedra la secó. El rostro no era sólo eso, era un cuerpo enorme de piedra, con más fragmentos dorados en todo el torso y los brazos formando diversas figuras. La Pequeña ya no sintió miedo de aquel ser, por el contrario, se sintió totalmente cómoda de que ese ser estuviera allí y lo abrazó. El enorme ser de piedra devolvió el abrazo y después de unos segundos la agarró de los hombros y le sonrió. La Pequeña le devolvió la sonrisa. El enorme ser relajó sus brazos y del centro de su pecho arrancó uno de los fragmentos dorados de su cuerpo. Era el fragmento dorado más grande que tenía y se lo extendió a la Pequeña. 

La Pequeña agarró el fragmento con ambas manos y a pesar de que el enorme ser no articuló palabra alguna, ya sea porque no pudiera hacerlo o porque sabía que en aquel sitio no se oía nada, entendió lo que la mirada de ese enorme ser decía. Es todo tuyo. La Pequeña sonrío y el ser le devolvió la sonrisa. Fue entonces cuando todo se puso oscuro y la Pequeña perdió el conocimiento. La Pequeña de los Ojos Grises volvió a despertar, pero esta vez no estaba en ningún claro, el cielo era gris, había mucho polvo en el aire y debajo de ella no se sentía ningún césped. Un soldado agitado con un casco bastante redondo apareció en su visión y al verla se agachó y la levantó en brazos. ¿¡Te encuentras bien!? ¿¡Te duele algo!? La Pequeña no respondió a estas preguntas, no porque no quisiera, sino porque no escuchó nada. La bomba que destruyó su hogar la había dejado sorda. En su lugar, los ojos grises de la Pequeña respondieron con otra pregunta. ¿Dónde está mi mami?

Dave Mont

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