EL TIEMPO DE LA
MUERTE
Afuera cae la tarde.
Los últimos rayos se extienden como tentáculos sobre el agua en un
último y desgarrador intento de poblarlo todo. Pero las leyes siguen
su curso y después de unos minutos, la oscuridad se incrusta como
una astilla en el alma. Eso lo sabía Viola mientras observaba cómo
el mundo era tragado por la boca de grandes cuervos, transmutándose
luego en múltiples ojos titilantes que quedaban suspendidos en la
atmósfera húmeda y pesada.
No dormía segundo
alguno, sus noches se convirtieron en una cita con el silencio. Ahí,
sentada en su silla de mecer, escuchaba el diálogo eterno entre las
olas agrestes, comprendiendo ese golpeteo, ese golpeteo gris contra
las rocas, contra el mundo mismo, como un llamado. La boca le sabía
a sal y su piel empezaba a cuartearse como la sábana inerte de un
desierto.
La fugacidad de sus
mañanas era atravesada por las luces centelleantes de su espejo.
Había desarrollado cierto placer al contemplarse en él, aunque
hacerlo también implicaba la autoflagelación. Al mirarse Viola veía
dos reflejos que retribuían su mirada de manera acusatoria. Al
principio, la transformación subcutánea era el producto de su
ferviente anhelo de permanencia en un pasado que había quedado
bailando solo junto a la chimenea de una casa que nadie habitaba.
Luego, la nostalgia
fue como una raíz de ceiba milenaria que se plantó dentro de su
cuerpo, extendiéndose, germinando, no como una flor, sino como la
materialización de sus recuerdos en dos entes que siempre la
miraban. Uno correspondía a la mitad de un rostro diferente al suyo;
el otro era una sombra. Gradualmente fueron apareciendo hasta que no
quedó ningún vestigio de su propio rostro.
Los habitantes de la
casa se desprendieron de la certeza existencial de Viola, para ellos
ya no era un ser de carne y hueso, sino un espectro. Si escuchaban
pasos y sonidos a altas horas de la noche, despertaban exaltados,
para recordar luego que sí, es el espectro que se ha perdido, así
que se acomodaban en sus camas anchas y continuaban en su profundo
sueño. Ya no había conmoción por la ausencia de Viola en los
quehaceres de la casa o por la infaltable sonrisa, a pesar de saber
en la hondura de sus almas que ella estaba ahí, confinada por un
dolor punzante que le recorría las venas. Los días pasaban y la
cruda indiferencia les impidió escuchar el diálogo de Viola, que se
abría como un sortilegio, suave, lento frente al espejo.
- ¿Es el tiempo de la muerte? ― Preguntó viola a sus dos reflejos. ―Es el tiempo― dijo la sombra.
―Y del olvido
también― añadió el otro rostro.
El velo entre los
dos mundos había empezado a resquebrajarse y cada tic tac reproducía
aquel llamado salino. Sus pasos dibujaron la casa como un ritual de
despedida, no de sus vecinos, sino con los restos de sí misma. Estos
se iban desprendiendo de sus piernas, de su rostro, quedando en la
arena como una mancha sanguinolenta. La liviandad que poco a poco iba
sintiendo, despejaba la urdimbre oscura de sus recuerdos y el pasado
era una llama viviente que la envolvía.
La
puerta fue abierta con un golpe estrepitoso. Viola sintió un frio de
muerte y un puño de acero partió los huesos de su rostro anacarado.
La rabia frenética no sólo la había dejado ahí, en el piso, sino
también con su vientre viviente esparcido entre sus piernas. El
recuerdo fue preciso y la inminencia del llamado convertía su cuerpo
en hilos de mar. Hundiéndose en aquella vastedad pudo dar nombre a
esos rostros que la habitaban. La sombra era el dolor por la pérdida
de su hijo. El otro rostro correspondía al de su esposo perpetrador.
-Es
el tiempo de la muerte – Se repitió así misma, mientras toda la
esencia mítica de ese mundo desaparecía junto con ella, para
renacer allá, en ese otro, en donde un pitido rojo alertaba a la
enfermera de turno que algo inusual pasaba en la sala A. Cuando entró
presurosa en la habitación, la vio, vio sus pupilas
anchas y oscuras mirándola fijamente. Viola había despertado.
Zyra
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