Tercer Concurso de Cuento Corto: EL TIEMPO DE LA MUERTE





EL TIEMPO DE LA MUERTE

Afuera cae la tarde. Los últimos rayos se extienden como tentáculos sobre el agua en un último y desgarrador intento de poblarlo todo. Pero las leyes siguen su curso y después de unos minutos, la oscuridad se incrusta como una astilla en el alma. Eso lo sabía Viola mientras observaba cómo el mundo era tragado por la boca de grandes cuervos, transmutándose luego en múltiples ojos titilantes que quedaban suspendidos en la atmósfera húmeda y pesada.

No dormía segundo alguno, sus noches se convirtieron en una cita con el silencio. Ahí, sentada en su silla de mecer, escuchaba el diálogo eterno entre las olas agrestes, comprendiendo ese golpeteo, ese golpeteo gris contra las rocas, contra el mundo mismo, como un llamado. La boca le sabía a sal y su piel empezaba a cuartearse como la sábana inerte de un desierto.

La fugacidad de sus mañanas era atravesada por las luces centelleantes de su espejo. Había desarrollado cierto placer al contemplarse en él, aunque hacerlo también implicaba la autoflagelación. Al mirarse Viola veía dos reflejos que retribuían su mirada de manera acusatoria. Al principio, la transformación subcutánea era el producto de su ferviente anhelo de permanencia en un pasado que había quedado bailando solo junto a la chimenea de una casa que nadie habitaba.

Luego, la nostalgia fue como una raíz de ceiba milenaria que se plantó dentro de su cuerpo, extendiéndose, germinando, no como una flor, sino como la materialización de sus recuerdos en dos entes que siempre la miraban. Uno correspondía a la mitad de un rostro diferente al suyo; el otro era una sombra. Gradualmente fueron apareciendo hasta que no quedó ningún vestigio de su propio rostro.

Los habitantes de la casa se desprendieron de la certeza existencial de Viola, para ellos ya no era un ser de carne y hueso, sino un espectro. Si escuchaban pasos y sonidos a altas horas de la noche, despertaban exaltados, para recordar luego que sí, es el espectro que se ha perdido, así que se acomodaban en sus camas anchas y continuaban en su profundo sueño. Ya no había conmoción por la ausencia de Viola en los quehaceres de la casa o por la infaltable sonrisa, a pesar de saber en la hondura de sus almas que ella estaba ahí, confinada por un dolor punzante que le recorría las venas. Los días pasaban y la cruda indiferencia les impidió escuchar el diálogo de Viola, que se abría como un sortilegio, suave, lento frente al espejo.

  • ¿Es el tiempo de la muerte? ― Preguntó viola a sus dos reflejos. ―Es el tiempo― dijo la sombra.

Y del olvido también― añadió el otro rostro.

El velo entre los dos mundos había empezado a resquebrajarse y cada tic tac reproducía aquel llamado salino. Sus pasos dibujaron la casa como un ritual de despedida, no de sus vecinos, sino con los restos de sí misma. Estos se iban desprendiendo de sus piernas, de su rostro, quedando en la arena como una mancha sanguinolenta. La liviandad que poco a poco iba sintiendo, despejaba la urdimbre oscura de sus recuerdos y el pasado era una llama viviente que la envolvía.

La puerta fue abierta con un golpe estrepitoso. Viola sintió un frio de muerte y un puño de acero partió los huesos de su rostro anacarado. La rabia frenética no sólo la había dejado ahí, en el piso, sino también con su vientre viviente esparcido entre sus piernas. El recuerdo fue preciso y la inminencia del llamado convertía su cuerpo en hilos de mar. Hundiéndose en aquella vastedad pudo dar nombre a esos rostros que la habitaban. La sombra era el dolor por la pérdida de su hijo. El otro rostro correspondía al de su esposo perpetrador.

-Es el tiempo de la muerte – Se repitió así misma, mientras toda la esencia mítica de ese mundo desaparecía junto con ella, para renacer allá, en ese otro, en donde un pitido rojo alertaba a la enfermera de turno que algo inusual pasaba en la sala A. Cuando entró presurosa en la habitación, la vio, vio sus pupilas anchas y oscuras mirándola fijamente. Viola había despertado.

Zyra

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