Epígrafe
helado
Continúo oliendo
la ropa
de mamá;
el amor frío
aumenta
mi sed.
Me quedo unos
instantes apoyada contra la puerta, apretando los dientes, hasta que
escucho el sonido que desactiva la alarma. Arrastro el maletín de
camino a la cocina. Ahí está la nota, pegada con un imán: Hola,
hija. Un beso. El almuerzo está en la nevera. Te quiero. ¿Habrá
helado?
No hay helado. Saco
el almuerzo y una bebida de mi mamá, la de su dieta. Siento frío y
me la tomo en un solo aliento. Escucho el ruido de la cortadora de
césped: ahoga cualquier silencio de la casa.
Subo las escaleras y
también arrastro el maletín grada por grada, como siempre. Antes de
ir a mi cuarto, entro al suyo y voy al armario; otra costumbre. Paso
la mano sobre las prendas para sentir la caricia de las telas en mis
dedos. Ella cuelga la ropa usada en las perchas del lado derecho.
Tomo la chaqueta marrón y busco ese olor que me intriga, ese aroma a
loción que no es de papá. Lo huelo desde muy cerca hasta que parece
acabarse. No pienso nada en especial; tan solo quiero retenerlo.
—¡Llegamos,
Margarita!
—Ya bajo.
Su rutina es
servirse un coñac, mientras descongelan la comida y hablan de su
día. —¡Margarita, baja!
—Hola, mamá.
Hola, papá.
—¿Cómo te fue
hoy, mi palomita?
—Bien, papá.
—Nena,
¿almorzaste?
—Sí, mamá.
Ella se ha quitado
los zapatos. Corta unos tomates. Él lleva la camisa remangada.
Casi siempre es él
quién pone la mesa: tres cubiertos, tres servilletas, tres platos,
tres vasos.
—Cuéntanos de tu
fiesta de graduación: ¿es en el Club de Tenis?
—Sí, la fiesta
sí, pero la ceremonia es en el colegio. A las seis de la tarde.
—Lo había
olvidado. Tengo una cita a esa hora con un cliente, pero te prometo
que llegaré a tiempo. Santi: tú sí estarás, ¿verdad? Y el
vestido, ¿al fin te quedó bien, nena?
—Sí, perfecto.
—¿Y los zapatos?
—Los compré
rojos.
—¿Rojos? ¿Para
la graduación? ¿Cómo se te ocurrió?
—Es lo único que
nos dejaron elegir. Me encantan. Los compré iguales a los tuyos.
—Rojos. Qué
absurdo.
Sebastián y Ricardo
habían insistido todo el tiempo para que fuera con ellos a la
fiesta. Son los dos chicos más populares de la clase. Al final
decido ir con Alfredito: no tiene pareja; es un nerdo y ninguna
quiere salir con él.
La fiesta de
graduación es todo un éxito. Mamá no llega. Yo termino en el auto
de Ricardo tirando como una bestia. Con los zapatos rojos en la mano,
vuelvo a casa. En la nevera, la nota: Descansa, nenita, y
felicidades por tu graduación. Papá me dijo que estabas
linda; me envió fotos. Te quiero mucho.
En la universidad me
va muy bien. Érica, mi compañera, es formidable. Me ha contado
sobre una aplicación para ofrecer servicios. Conoce a varias chicas
que lo hacen y consiguen un buen dinero para sus gastos.
Me registro al
llegar a casa y en seguida tengo tres solicitudes. Escojo la de las
seis y treinta de la tarde. Tomo una blusa camisera de seda de mamá
y la meto en el bolso, bien doblada.
Estoy en el hotel
antes de la hora convenida. Entro al baño y me cambio de blusa;
tiene ese olor seco inolvidable. Pido un coñac mientras espero en el
bar.
Él se acerca.
Caminamos hacia el ascensor; incapaz de mirarlo, me suelto el pelo
acariciando la seda de mamá. Llegamos al ático y abre con la
tarjeta. Dejo mi bolso a la entrada. Se quita la chaqueta, prende un
cigarrillo.
—¿Eres mayor de
edad?
—Sí. Cumplí años
en enero.
—Pareces menor.
Busca en la cartera.
Despacio, uno a uno, saca cinco billetes de cien.
Al llegar a casa,
corro al segundo piso; cuelgo la blusa en el lado derecho del
perchero.
—¡Llegamos,
Margarita!
—Ya bajo.
Se han servido un
coñac mientras descongelan la comida. Descalza, mamá corta unos
tomates. En mangas de camisa, papá pone la mesa.
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